Si Kirchner viviera.
La muerte de María Eva Duarte de Perón, sobre julio de 1952, desató un culto a la personalidad de la mujer del líder que no había tenido, hasta hoy, nada que se le asemejase.
En los primeros tiempos, posteriores a su desaparición, un elemento exaltó a los partidarios de Perón, los peronistas, y soliviantó a los opositores.
El país, por entonces, no conocía tibiezas. Se estaba con el General o se militaba en su contra. En parte de modo abierto, en otras ocasiones clandestinamente.
Un enojo societario, casi una declaración de guerra civil, tan fuerte que aún se recuerda, fue el luto obligatorio. Hombres de saco con la guarda de luto cosida en la manga izquierda. Mujeres con el crespón sobre el pecho izquierdo. Tener o no tener la señal no era una cuestión que podía disimularse. No hay lenguaje que explique mejor que el brazo del saco atenazado por la guarda negra. El dolor se hacía visible. Nada definía más que su ausencia. Peronismo y antiperonismo.
El recuerdo es persistente y no hay cronista riguroso que no lo evoque. Demasiado clara la señal a la sociedad. El luto obligatorio sigue siendo un reclamo histórico de la oposición para con aquellos gobiernos peronistas, para endilgarle autoritarismo, descortesía, falta de pluralismo e indulgencia con quien pensase diferente. Alguien, de aquella oposición, pintó paredes vivando al cáncer.
Evita, al cabo, era la pasión mas clara de aquella pareja.
Una pasión no acepta tibiezas. Así sobrevive.
No puede decirse, bajo ningún argumento, que Evita fuese una revolucionaria adoctrinada después de muchas lecturas y militancias clandestinas. La fiebre que la devoraba para que, en los siete años que van del 45 al 52, se convirtiese en una llama que aún arde, no venía de aceptar a Bakunin o Lenin, venía de una revancha interna que le hizo entender la injusticia. De lo particular a lo general. Está muy claro que entendió todo. A los apurones. Sin tiempo para conversar.
Perón, por lo contrario, era un militar ortodoxo, tanto en sus hábitos higiénicos como en la forma de usar la táctica y la estrategia. El era organizado, ella caótica. Los unía, en aquellos años, la necesidad de crecer y la falta de olvido. Perón y Evita no olvidaban. No podían ser olvidados. Ejercieron una excepcional violencia contra el olvido.
Fue después, durante los 18 años de lejanía, de exilio, cuando Perón supo que quien administra el tiempo es quien logra adormecerlo y que, así, adormecido, opera a favor de quien lo entienda. Usó a todos para su tiempo.
Que un militar consagrado aceptase civiles armados en su defensa no va con el espíritu de cuerpo. Fue un hecho consumado. Fue un uso de la realidad. Del tiempo.
Fueron estos, los muchachos de una “juventud maravillosa” los que, mediante el ejercicio, el lenguaje del contrafactismo ubicaron a Evita en otro sitio histórico donde, es necesario advertir, nunca pudo estar por razones definitivamente cronológicas. Se la quitaron a Perón. La dejaron en un infinito santuario.
Si Evita viviera sería montonera es toda una creación, un uso genial del imposible. Fin de cualquier discusión.
No se puede, con un mito, elegir lo bueno y lo malo. Hay muy poco de malo en un mito. Lo que aparece se convierte en sublime, en utilitario a su crecimiento, a su apología.
En el cuadro donde, años después entrará Perón, su única mujer política ya estaba dibujada para siempre. Sola. Diferente.
Arbitraria con los empresarios, celosa, hiperactiva, impulsiva, leal hasta la obsesión, definitivamente transgresora, llena de todas las calles y los conventillos, Evita es la de las máquinas de coser y la de la diadema de oro y rubíes, la de cachetadas e insultos y días y días de atención a los que llegan hasta su despacho, siempre abierto. Es la que acepta la presencia de Eustaquio Tolosa (portuario) como su guardián. Es la que entiende de las luchas gremiales como un arma de combate. Discépolo es suyo. Paco Jamandreu también. Mordisquito habla por ella y por ella se muere.
No se sabe si Evita, de sobrellevar lo suyo, hubiese sido montonera. No se sabe.
No han pasado tantos años desde que aquello, el culto a la personalidad, se impusiese en la sociedad como un deber con castigos muy duros por su incumplimiento. Se sabe, es cierto que su rostro como estampita, sus gestos, su perfil componen el imaginario de “la compañera Evita” y que el mito perdura. Olvidados sus pecados, exaltados sus aciertos hasta el borde de la mentira y el milagro, siempre tan cercanos, María Eva Duarte de Perón atraviesa la historia mundial del siglo XX. Regina Paccini de Alvear tiene un teatro. Evita tiene una ópera.
No han pasado tantos años y advertimos que el tiempo recomienza. Estamos en el momento de un parto. Con los roles cambiados. A 58 años de aquella creación colectiva, a la que contribuyeron los buenos y los malos, los amigos y los enemigos, el 27 de oktubre comenzó el intento. El peronismo anuncia su deseo de volver a empezar. Es eso: su deseo. De nuevo justos y pecadores. Envidiosos y pusilánimes. Una guardia de fanáticos y contreras. Todo suma en el intento.
La exaltación de lo bueno, el olvido de lo malo, la exageración, la invención propone a Néstor Kirchner como la reencarnación mitológica. Aquello que le pusieron imaginariamente a Evita, aquello que la gestó, está rodando por las calles. Es un esfuerzo importante. El peronismo está reformulándose. Destaquemos que no hay otro sector de la sociedad que lo haga. Escuchar tantas voces que se alzan, abiertamente, a favor de la mitología, el retorno a 1952 como única posibilidad de avance de la sociedad, es apabullante. Mete miedo.
Néstor Kirchner en la vida fue un duro. En la muerte se ha convertido en una propuesta inmortal de crecimiento tras su invocación. Parece un imposible. No es razonable. Evita desmiente las racionalizaciones.
Quién puede saber si habrá muchachos que encarnen otra juventud maravillosa dentro de algunos años. Quién elaborará la novela (ficción histórica) de las cosas fenomenales que hizo el ídolo. Quién. Con gusto negaría que la historia sea una repetición, pero quien soy yo. El país tiene cuestiones personales con cada uno de nosotros. Y nosotros no podemos escaparnos de aquello que nos advirtieron que sucedería. Hombre y circunstancia.
Brazaletes en los jugadores de fútbol. El minuto de silencio. Plazas, torneos, autopistas con su nombre. Aplausos en todas las canchas. Bustos. Banderas. Sus decisiones, sus máximas. La razón de su vida próxima a aparecer. Cito, de memoria, versos de Félix Luna:…” me matan, mas no saben que a mi nadie me mata, pues no soy una carne desgarrada que muere, sino un mito que el llano de La Rioja dilata…” El poeta e historiador hablaba de un caudillo: Facundo Quiroga. Argentina, mediante algunos de sus sigilosos creadores, está pensando en otra cosa. El país está reciclándose en lo único que le pertenece, en lo único que conoce: Peronismo “forever”.
Raúl Acosta
Testigo
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