Un mundo infame y cercano
Quinta y última nota de una serie publicada en Mirador provincial entre el 20 de octubre y el 8 de diciembre de 2013 bajo el título "El nuevo actor social aparecido".
Debido a mi cantidad de años en el oficio (no es una profesión, es un oficio como insistía Pavese, el oficio único, el de vivir) entro con la cara y el cuero a muchos sitios donde otros tienen remilgos o eso: fantasmas que se menean.
Nunca fui solo, siempre ‘con gente de la política’. De la mejor, de la que aprecio y respeto, de la que quiere conocer, indagar, ver de qué se trata. Conocer para entender, entender para mejorar, por esos pasillitos fuimos algunos, por un largo año. Por razones de estilo de vida yo cuento, éticamente, lo que vi. Lo que vi me asusta. Asusta. Claro que hay un punto inconmovible: es real. Están.
La vida en la ciudad oscura e infinita es diferente es otro mundo, es un mundo infame y cercano. La calificación puede ser diferente. Extraño e incomprensible. U otra, otra calificación: un mundo inalcanzable y profético.
Las relaciones laborales tienen un sentido solidario, se trabaja solidariamente y no es trabajo, es producir algo con el otro. Unos muñecos de chocolate, un tejido, pañuelos de papel que alguien compra y trae, roba y trae, le entregan y trae y varios venden, maíz robado a los trenes y puesto en bolsas para los criaderos clandestinos de chanchos.
El valor del dinero es valor de trueque, de necesidades, sólo cuando cruzan su mundo, pasan la frontera infame, cercana, extraña, incomprensible, inalcanzable, profética y entran en nuestro universo de señales, tics, entendidos y parcos y tajantes sobreentendidos, el dinero adquiere nuestro sentido. Si el pan se comparte, robado o comprado, si el trabajo es común, si no se paga la luz, el agua, el televisor, la ropa, la salud y el hambre el dinero es un papel de significado diferente. Muy. Muy diferente.
Los juguetes son otros. Son las extensiones de la vida de los demás. Si hay revólveres el juguete es el revólver, si hay jeringas el juguete es un cacharro. Si el paisaje es la cocina y el destino es la olla donde fritan las tortas de harina de trigo, sal, agua y grasa el juguete es un pedazo de masa tibia. La vida es comunitaria y todos ríen de la desgracia ajena. La desgracia es común, total, rotativa, permanente. Es la propia, no hay escalas, excepto por los mandos. Alguien manda. Nadie cuenta, el abuso es parte de la escala social. No hay desgracias, la vida es así.
En las paredes papeles dibujando o retratando dioses exóticos. Santurrones, programas de ayuda religiosa, recuerdos de una visita. Hay un mundo diurno y otro noctámbulo y leyes diferentes. Cuando llueve se mojan las paredes de cartón y esperan que se sequen mañana. Pasado. Cuando escampe.
Vienen de sitios diferentes. Otras ciudades, otros barrios, otros países. Se agrupan por pasados y parentescos. No hay desconocidos, no hay mutismo de ascensores o miradas perdidas de viajeros huraños en transportes urbanos anónimos y castos. He preguntado donde queda el músico “Juanito”, la casa del músico “Juanito” y me han llevado por tres pasillos y dos cuadras (calculo) hasta una casa que jamás hubiese encontrado. Saben. Se conocen, una extraña cuerda los une, el alambre de una electricidad sideral. Un conjuro, un idioma de iguales, paridos en la misma matriz elemental. Nacen con el pasado sublevado, en tren de olvido.
Ni siquiera nos odian. Como los gatos que cruzan del sofá al balcón cuando quieren, sin importarles nuestro paso, viven sin rencor el mismo paisaje para dos mundos que ya no podrán misturarse.
En algún momento hubo un crack, un big/bang. Vienen de padres, abuelos que ignoraron algunas leyes y allá se fueron. En casos muy conocidos a pocas cuadras de las calles céntricas, a 5 centímetros del paso del tren. Detrás de los hospitales o las fábricas, las avenidas, las autopistas, los basurales.
Para toda una formación social del siglo XX (herencia ancestral) las mujeres son invisibles, ni siquiera segregadas o menospreciadas, invisibles. Eso sucede con estas tribus urbanas. La invisibilidad resiste a los politólogos y las visitadoras sociales. No hay censo que aguante la indiferencia. La indiferencia supera a la mejor proyección del mañana, porque son nuestras proyecciones. Que se entienda, compartimos el aire, las facciones y algunos gestos. Nos han sacado de su comitiva de fantasmas. Pensamos lo que creemos que les hace falta, inficcionamos en ellos con nuestros lenguajes, nuestras culpas, nuestro mañana, algún ayer. Nada. Va por otro lado la cuestión. Estilemas de una cultura inficcionando sobre otra, decía Umberto Eco. Algo de eso. Algo.
Los politólogos hablan de dos cosas como finales de esta segunda mirada a la sociedad capitalista estallando. El Estado de Bienestar y los Actores Sociales. Concluyen con un diagnóstico que abrazan como un maná o la ultima pitada de yerba en el recital. Hay un Estado Fallido. Si. Es cierto.
Sobre el Estado Fallido la droga es un negocio, una forma de vivir, un idioma y un férreo código. Da espaldas y fabrica certezas. No hay fallas.
Sobre la mentira del Estado de Bienestar decidieron dejar la mentira en nuestras casas y obedecieron un mandato tribal, acomodar al cuerpo a un látigo común, distinto, que se entiende desde dentro y no se comparte con el afuera. No hay “El Otro”, su mensaje es claro: somos los originarios, originantes, que nos originamos, nos dicen desde su lejanía, su blindex, su porvenir de hora tras hora. No hay mañana, hay un ratito más. A qué rezar, para que proyectar; ¿eh?
Escuchar a los petimetres calificar este mundo paralelo de nuevo actor social provoca mínimas erisipelas contra el dicente y el escritorio y el cuello duro ( de petimetre burocrático)
Desde aquí calificamos: un mundo infame y cercano. Con nuestra lupa, nuestro código, nuestro pasado y nuestras abultadas cargas de mandatos.
No tienen nuestros mandatos. Si son un nuevo actor social comparten la sangre, algunas cuestiones anatómicas, ciertas pestes, partes del idioma y la barca universal. Listo. Chau. Caminé hacia el pavimento de una avenida tomado de la mano de alguien que me acompañaba y miré sus ojos. Nos apretamos las manos. No dijimos palabra. Prometí no contar de lejanías y recetas contra la soledad. Promesas son promesas.
RAÚL EMILIO ACOSTA
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