Publicado en el diario La Capital
Eran pocos los caramelos y debíamos ganarlos. “Golosina de azúcar fundida y aromatizada con sabores frutales”. Caramelo.
Contra los caramelos en aquellos años de infancia la primera figura en enfrentarlos era “la brujita Kolynos”. Con aquellos viejos aparatos para reproducir películas filmadas en otro paso (8 o 16 milímetros) venían a la escuela y “la caries” (en singular y con ese final), los agujeros, los dientes picados, ganaban la batalla porque no nos lavábamos (los dientes) y enjuagábamos (la boca) al menos tres veces por día y la mala era una brujita a la que el dentífrico expulsaba.
Contra los caramelos avanzaba la abuela que decía que alimentaban “la lombriz solitaria”. A propósito: ¿qué habrá sido de la “tenia saginata” y el resto de los parásitos que atacaban la panza, el aparato digestivo de aquellos chicos que fuimos? Hoy no aparecen ni noticias de las amebas, los oxiurus y la lombriz solitaria. Hay otras plagas, claro está, porque la salmonella y la scherichia coli están a la vuelta de cualquier agua servida y ante las verdaderas plagas los caramelos corren con ventaja. A los chicos aquellos, como a estos, las diferentes formas del azúcar le caen bien. Vamos, que la palabra dulzura siempre se relaciona con confort, bienestar, pasarla bien.
Un tío, Antonio Azarloza, fotógrafo viajero, montado en su Harley Davidson (la primera que vi) aparecía cada tanto y traía caramelos bonafide, palabra a la que nunca se me hubiese ocurrido traducir. Eran caramelos con el centro blando, con un jarabe o jalea que se mezclaba en la boca. Dulcemente.
Otro tío (es así, mi madre no compraba caramelos, mi viejo tampoco y el mandato de la abuela era sagrado: “pican los dientes y alimentan la lombriz solitaria”. Listo) el tío Juan Tuells traía los caramelos de dulce de leche. Con la forma de un cubo y un tamaño respetable. Un caramelo que se sabía que uno lo estaba comiendo, porque no se deshacía tan fácil y se insiste: no era pequeño.
Y los únicos permitidos, el pecado autorizado: los caramelitos de miel, para suavizar la garganta. Que no eran tan de miel ni tan blandos y visiblemente mas pequeños. Esos hasta mi madre los usaba.
No había tantas marcas ni tantas oportunidades. Acaso en una salida al cine se agregaba: ” pórtense bien y compren caramelos”. Eran tiempos en que estar en el cine (matiné, tres películas) era un indicativo de paciencia. También de buen estado físico. Durísimas butacas de maderas lustrosas en el cine del barrio. Si las películas no entretenían, con sus aventuras, el ruido de la sala era el mejor juicio sobre su calidad. Calidad que sufría cada tanto un atentado: “se cortaba” la película. Mientras rebobinaban y acomodaban el viejo proyector encendían las luces. La fila de papelitos en el suelo era la muestra que en el cine no le teníamos miedo a la lombriz solitaria ni a su archienemiga: mi abuela.
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