Google+ Raúl Acosta: Dulces #AntesQueMeOlvide

viernes, 7 de julio de 2017

Dulces #AntesQueMeOlvide


Publicado en el diario La Capital

No ha podido, la globalización infinita, matar el dulce casero. Pertenezco a los que se negaban y preferían los fabricados industrialmente. Mi vieja, insistidora, decía finalmente: “sonso, no sabés lo que te perdés…”

Integro el lote de los arrepentidos lamentando la pérdida, en la infancia, de aquellos sabores. Lavo mi pena comiendo los que me regalan y defendiéndolos.

Mi madre era fabricante compulsiva de dulces caseros y mi casa, aquella casa de mis viejos, en el barrio donde me crié, era un reservorio de vasos, vasijas, cacharros para guardar los dulces que siempre estaban haciéndose.
  
Había (hay) vecinas que ayudaban. Le traje esta docena de naranjas amargas, yo se que a usted le van a servir para hacer dulces.
Con las frutas y otros arrabales dulceros había reglas de las que participábamos. Los nísperos no se compran. Se sacan de la planta del vecino. Nunca, que es una palabra absoluta, nunca en el barrio compramos nísperos. Estaban del otro lado del tapial.
  
Los vecinos ya solían, algunos, llenar de fondos de botellas rotas el filo del tapial, vidrios pegoteados con cemento pero no alcanzaban. Las frutas en el barrio, los árboles frutales, nunca fueron privados, siempre se compartieron, ya sea de día o de madrugada.

Un vecino (“los Padilla”) tenían dos palmeras y vendían los dátiles. De los pueblos cercanos las tías traían  los pomelos, las limas (soy de los que comió limas de la planta de esas naranjas light que se veían tan livianitas)

El membrillo, las naranjas,  el zapallo (lo dicho, no solo frutas, en las dulcerías artesanales hay arrabales dulceros) y pequeñas excentricidades (pensaba yo) como kinotos y granadas. El dulce de mamón. Los trozos de batata. No conocíamos el arándano.

En aquella casa la vieja olla hervía con burbujas tranquilas y desparramaba un olor dulzón. Después un ancho recipiente de vidrio servía, cuando se enfriaba lo suficiente, para una primera selección. En mi memoria aparece un pequeño trozo blanco, como de cal, que servía para la conservación. Lo dicho. No era repostero ni ayudante de repostería ni siquiera militante de esos sabores fuertes y desparejos.
  
Finalmente los frascos. Algunos habían perdido la tapa y un envoltorio de papel apretadísimo, cerrado con fuertes hilos debajo de la boca, servía para guardarlos. No duraban tanto tiempo como para que se comprometiese la hermeticidad de los frascos.

Pequeño Torquemada y como él, hijo de los industriales dulceros, soy un arrepentido y trabajo “ full time” para la Santa Inquisición de la iglesia de los dulces caseros.

Con los años, que enseñan tanto sobre lo que se pierde y acaso, solo acaso, enseñan que el tiempo perdido no puede buscarse (Proust) con los años no he perdido mi condición de sonso y la frase, que aún resuena (“sonso, no sabés lo que te perdés…”) merece una  mínima rectificación. Si, vieja, ahora lo sé.

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