Publicado en diario La Capital,
El viaje a Córdoba en la escuela primaria era un aliciente poderoso. El viaje de sexto grado (y, si, era así, pertenezco a una generación de estudiantes que terminaba en sexto grado sin primero inferior y superior su escuela primaria) el viaje de sexto grado a La Falda / Río Ceballos nos entusiasmaba. Colectas, mangazos, ahorros, ropa para el viaje. Para muchos la primera aventura fuera del hogar y el barrio, las calles y hasta los ruidos de la cuadra.
El hotel de “cerveceros”, en lo alto de una serranía, nos alojaba. Tal vez estaba pensado para otra cosa, pero ése hotel, enclavado en la salida de la población, con sus galerías, sus habitaciones, su salón comunitario para las comidas y las pequeñas fiestas con bailes populares de las muchas delegaciones de pibes que llegábamos, era como Las Tullerías o el Palacio de Invierno. Los niños siempre exageran. Todo lo creíamos inmenso. No importa. Era grande. Creíamos que podía ser el escenario de las intrigas de alguna novela. Mi lectura desaforada de Alejandro Dumas y otros narradores lineales de aventuras y encuentros lo aceptaba.
Tardarían años hasta que viese que era una conquista social, gremial, que los obreros de ese rubro (cervezas, lúpulo, cebada) tuviesen un hotel para sus afiliados y que, por grande y cómodo, lo facilitaban a escuelas estatales como la que me alojaba. Era nuevo en la década del 50 / 60
Medio aborigen tuve allí mi primera indigestión por “desacostumbramiento” a las bebidas cola. Literal. No estaba mi aparato digestivo acostumbrado a ése agua y esos jarabes. No hubo vergüenza. Fui uno mas. En el comedor tomábamos sopa como primer plato. Tibia y de fideos recocidos, un poco salada pero sopa. La sopa debería ser obligatoria. Acomoda la panza.
Cuando bajábamos a caminar (excursión serrana, ejem, a no reírse) era necesario coleccionar piedras con “mica” y un mini cactus para llevar de vuelta sin pensar en el destino, en el fondo de las valijas, de esas piedras indiferentes a eso: su destino.
Para el segundo día la aflicción era grande en quienes, como yo, no teníamos antecedentes ni tomamos precaución de traer / comprar un tarrito de pintura (preferiblemente azul o roja) para pintar en la piedra panzona, pasando el primer recodo, la frase absoluta: Aquí estuvo Beto, segundo grado A.
Dejar la marca en esas piedras cordobesas de las serranías era poco menos que un mandato. No eran las cuevas de Altamira ni nosotros aquellos que estaban descubriendo las imágenes como un lenguaje universal e infinito. No era eso. No lo se. Muchas de las cuestiones que creemos razonadas vienen desde el fondo del tiempo. Mirar los ojos de una mujer. Trastornarnos por un perfume. Los vestidos rojos antes que los grises. El pelo suelto. Los suspiros. Concebir hijos. Aquí estuvo Raúl. Viva Colón. Volveré. Esto último una deuda. Acaso este verano. No lo se
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