“La polaca” vivía del lado de allá del puente y venía a la ciudad en bicicleta, por el caminito al costado de los tablones... del puente. Una calle en el aire, con tablones, como los durmientes en las vías del tren, pero más grandes. Hacían un ruido único cuando los autos lo cruzaban. Por el caminito lateral venía “la polaca”.
No todos íbamos por el puente porque quien vive en una ciudad sólo cruza el puente cuando se va y por esa vía solo se iba a Paraná. Pocos usábamos el puente. Estaba ahí, cuando terminaba la ciudad y empezaba la costa del río.
Del lado de acá la ciudad, del lado de allá su casa y el laburo familiar. La ciudad recibía el agua desde allá. La Polaca estudiaba acá. En la ciudad. Todos los días. Bicicleta que iba y venía. Mochila de estudiante de aquellas, de antes, con el cuero repujado, las tiras y las hebillas. Nosotros imaginábamos. En el parque, donde estaban las bombas que traían el agua potabilizada, estaba la casa, con césped, flores y árboles. Imaginábamos.
Alguien sacó una foto y esa fue la postal de lo ciudad. La ciudad del puente colgante. Vinieron una vez y lo hicieron, planos de otro, parecidos hierros, tensores, maravilla urbana del siglo XX. Por debajo las aguas.
Los tipos vendían ceniceros de terracota, vasitos de cerámica, planchas de yeso pintado, postales de una cartulina abrillantada, vamos, he visto alambres trenzados, retorcidos hasta parecerse a un puente, a un puente colgante. Los alfajores de la ciudad tenían esa imagen. La ciudad tenía un puente.
Nosotros no lo sabíamos. Ni idea de la maravilla de ingeniería que es colgar un puente. Vivir no es saber sino dejar que el día pase y eso hacíamos. Crecer es sumar conocimientos y el puente era un viejo conocido del que nada nos interesaba excepto que silbaba el viento cuando llovía fuerte (fuerte y con viento) y que si tocábamos sus alambres, sus cadenas, el frío del hierro no devolvía afecto. El afecto era con la foto. La postal. La tacita. El cenicero. Pasa muchas veces, no es la sustancia, es lo que emana de la sustancia.
La Polaca se merece una historia, fue la primera que entró al Colegio Industrial (el de varones) rindió dos veces, no la querían. Una mujer. Una rubia bien polaca. La negaban. Rindió dos veces. Una mina. ¿Cómo va a entrar una mina al Colegio Industrial de varones? Entró. Íbamos a la puerta de calle Junín para ver cuando entraba ella, sola, en una escuela de varones.
Los varones de su curso, mas adelantados que las autoridades, le hicieron un baño de damas. A mi no me van a hablar de igualdad de género, eso peleaba la polaca hace cuanto… hace mas de 50 años. No era chamuyo ni blá blá. Las mujeres no pueden hacer pichi en los mingitorios. Listo. El jefe de celadores le dijo una vez que la profesora Azucena, una señorita de 55 años, le dijo que él le tenía que perdonar, en la libreta de asistencias, dos faltas al mes si ella le avisaba. Que sólo tenía que comunicárselo. La polaca nunca avisaba cuando menstruaba. Para qué. Minga de dependencia.
Alguna vez habría que escribir las historias de la Polaca en una escuela de varones. En la década del ’50.
Acá la historia es el puente, esos tablones de madera, como durmientes agrandados, que sonaban de un modo especial (velocidad máxima 30 klm hora) con esos remaches bailando y ese sonido, ese ruido de los autos cruzándolo. El viento en los días de lluvia. El puente no tenía colores porque el marrón desteñido y el negro oxidado no son colores. Cada tanto lo repintaban, pero quien se entera de eso…
El puente no era un monumento o una estatua al conquistador, tampoco era un ágora. Hay ciudades que tienen un sitio para la alegría y la rabia, para la queja y el gol. En Rosario y desde el 1957, pero con mas fervor desde 1973, El Monumento rejunta amores. El puente no servía para eso. En las ciudades con un puente importante este, el puente, es referencia, es paisaje, es uso diario, pero no sirve para decir viva Pirulo, mueran los salvajes unitarios.
A nadie extrañó que apareciese el Hugo y dijese lo que dijo: se podría vender, todo se podría aprovechar, porque la desgracia ya está, no tiene remedio.
Yo mucho no me animo con el tema de la muerte. Ya la Polaca se había recibido y andaba en otro lado, mostrando que se puede ser mujer independiente sin ostentaciones, solo ejerciendo la igualdad y el agua hacia rato que la ciudad la traía, potabilizada, desde otro lado, con otros caños.
Las muertes tienen eso. Traen gente que sabe de qué se trata. Viven de eso. El Hugo ya existía. Digo, era un tipo de Rólex, de encendedor Dunhill de oro. Contactos. El pelo teñido en aquellos años era notorio. Ni bueno ni malo. Visible. Compro y vendo fierros viejos. Al por mayor. Desde lanchones, rezagos de guerra, hasta molinos que hay que desarmar y vagones oxidados que hay que desguazar. Los fierros no mueren, pibe.
Un día el puente no estaba mas donde tenía que estar. Un sábado que no fue igual. Un bastón para una renguera de una región. Y la foto. Esa foto que ya nunca. Nunca.
Los diarios buscaron fotos viejas para mostrar como era. Todos prometieron hacerle la respiración artificial, ponerlo de pie. El Hugo, suave pero firme, decía su palabra. Es chatarra. Los fierros no mueren. Algo hay que hacer con eso…
El ir y el volver a la isla, a la otra ciudad, el tráfico hizo lo suyo, lo suyo es el olvido porque el tráfico es eso: no se detiene ni recuerda.
Sobraron tacitas de cerámica. Ceniceros. Postales.
Dicen que un viejo porfiado e inteligente, rara mezcla, sostenía que nadie se baña dos veces en el mismo río. Los trozos del puente se bañan en un río eterno de memoria, donde imaginamos que la Polaca siempre viene a la escuela y trae en su mochila arvejillas, que florecen en su jardín allá, del otro lado del puente, el que traía el agua potable a la ciudad. Ni la memoria, ni el agua, ni la imaginación son chatarra. No señor. Las arvejillas tampoco.
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