Escondida en el fondo de los tiempos la rueda, también el fuego y poco mas, sin autores ni copyrigth, pero seguramente parte de la humanidad: la silla.
Encontrarle utilidad a la silla es como explicar la necesidad de la respiración y pocas cosas se han tratado de disimular mas que ese artefacto de cuatro patas, a veces tres y en los ordeñadores artesanales una, pero siempre con la misma función, dejar que el cuerpo se acomode un poco, al menos un poco. No lo han logrado. La silla se reconoce siempre.
Todos tenemos varias sillas en la memoria. Está la de Evaristo Carriego. “La silla que ahora nadie ocupa” es el título de un poema que si no se escribe igual alcanza. Qué mas decir de semejante tragedia. Evaristo era así. Borges lo quería. Recuerdo otro: “la costurerita que dio aquel mal paso…” Igual, nada que decir que sume a la tragedia que ya está dicha. Era considerado el poeta del arrabal y en varios tangos se lo recuerda (“pareces un verso del loco Carriego, pareces el alma del viejo arrabal…). En la silla Carriego hace un homenaje a los lugares de las sillas alrededor de la mesa, la ausencia y el fervor familiar. La silla es una persona y esa persona la mas querida.
“Las sillas” de Ionesco abren la puerta al diálogo sin razón y la “silla petisa” es parte de las tardecitas en la vereda. Los tronos, bien mirados, son sillas con coronita, agrandadadas. La frase que Cortázar le atribuye a Isadora Duncan (“Yo puedo bailar ése sillón”) indica que alguien es capaz de traducir en otra cosa una silla o su versión relajada: el sillón. Parece difícil pero es una frase de Cortázar y una leyenda como Isadora que, finalmente, tuvo sus líos con las bufandas y una Bugatti y no con las sillas.
En el “jardín de 3 “ las sillitas son azules y del tamaño de los infantes. La escuela tiene bancos.
En aquella casa, en el caminito de ida por este valle, las sillas de mi casa se dividían en las sillas del comedor y las sillas de la cocina y no había sillas para el patio o la vereda sino sillones con sus esqueletos de madera y sus partes de lona. Sillones de lona, silla petisa, termo y mate en el atardecer.
Las sillas se arreglaban. Se encolaban cuando algo las desajustaba, las dejaba chuecas. Difícil cuando se quebraba una pata. A veces sucedía.
Teníamos un lío cuando venía la Tía Maruca, que sobraba por todos lados y teníamos miedo que se cayese o peor, que desvencijase la silla. Le dábamos una con tornillos. Nos parecía mas seguro. Zapatos sin taco, de charol. Medias de muselina. Oscuras. Abanico. Cartera. Ese olor que tenía la tía de intenso perfume y algo mas, acaso alguna crema. Se ponia coloretes y respiraba con suspiros y como mini quejidos. Es gorda, decía mi madre porque la tía Maruca era tía de mi viejo, que la dejaba en la cocina y no decía ni una palabra de abrir el living. Para que. Toma un te y se va la vieja…viene porque es semana santa ahora prontito y quiere que la llevemos a la Iglesia del Huerto que queda cerquita. En el odio y en el fastidio se presumen culpas, pero deben basarse en algo real. Mi viejo suponía casi todo pero algo era cierto: el Colegio del Huerto y la Iglesia estaban cerca.
Cuando se iba la tía con mis primos revisábamos la silla y mi madre lavaba el pocillo con el labio pintarrajeado sobre un costado. Intenso lápiz labial rojo. Mamá quedó la silla caliente solía decir, para recibir una de esas miradas de la vieja que mas valía un sopapo. Cuando la vieja te miraba, cuando mi madre me miraba y no decía nada yo sabía que había cruzado oscuros territorios del respeto que no se debían pasar de ningún modo.
El gato arañaba las sillas y rompía el equilibrio ecológico de sillas mesas y tapizados. Siempre hubo un gato y uno o dos perros en mi casa. Era una casa común con cuestiones normales. Marca perro y marca gato y comiendo lo que sobraba no mucho y leche aguada y sobras también el felino, que había que alimentar primero a los perros para que el gato pudiese comer, allá lejos en el patio. El gato se afilaba las uñas con la silla petisa, que era de paja. El sillón de mimbre, el canasto y la silla de paja las arreglaba un solo conocido: Vittorio. Mi viejo insultaba mucho, pero dos veces al año había que cambiar alguna vara de mimbre y acomodar alguna de esas guías de paja de la silla petisa. Animal de porquería decía mi padre pero algo era y es cierto: donde está el gato no hay ratones y donde están los perros no hay tantos pájaros en el suelo y ladrones en los techos. Era así. Hoy que se yo si es así.
El abuelo, director de la Escuela de Artes y Oficios (el ministerio de Educación de principios del Siglo XX decidió, porque entendía la vida, el país, el futuro, que las escuelas de Artes y Oficios eran necesarias. Tantas carpinterías en Cañada de Gómez como tantos tipógrafos, talleres de cromado y autógenas en Rosario sobre 1950/60 son producto de aquellos tipos que pensaron un país para un siglo.
No vienen mas pensadores y políticos como aquellos. Ni sillas del living hechas por el abuelo carpintero. Plástico. Práctico. Utilitario. Se rompe, se tira, se cambia. Minimalismo de acero y hule coloreado. No vienen mas aquellas sillas, ni aquella vereda. Menos, mucho menos el atardecer en el barrio.
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