Entre las maestras de la escuela primaria una fue decisiva, mirando desde la larga distancia que brinda la adultez, para algunas cuestiones de la vida. De mi vida.
Rotar de escuelas y de maestras no era lo usual, pero debía seguir el camino de la vieja que, a su magisterio, le sumaba la militancia gremial y eso llevaba a que cambiase de colegios y yo detrás.
La señorita Azucena, en rigor Azucena Murillas Reinares de García, con esos hijos que deben andar por la vida como García, pero que seguramente tienen la impronta de esta asturiana que revalidó vaya uno a saber qué títulos y era maestra de grado.
Nunca dudé, leyendo después importantes libracos, que la instrucción formal era real, definitoria y la influencia del profesor, del maestro fundamental. Era fundamental y un maestro que supiese era lo básico.
Aquella señorita Azucena era republicana y tenía un sentido de la democracia que se extendía mas allá de las tablas y de los verbos. Enseñaba dividiendo tortas y sumando manzanas, también explicando los verbos con vuelos de pájaros y sueños.
El teatro de títeres, Juana de Ibarborou, Gabriela Mistral y el periódico del colegio (“El chingolo”, con la explicación de porque un pájaro y porque ése pájaro) fueron parte de sus tareas.
Se reunían, fuera de las horas de clase, para discutir los temas del gremio, de los sueldos, de las inspecciones y las calificaciones y los cuadernos de tareas que debían llevar. Aquellos maestros participaban de la vida de la ciudad, de sus problemas y nada quedaba fuera, pero nada superaba el mandato: enseñar. Está claro que salíamos con influencias porque estas no cesan, somos aprendices de la vida de modo permanente y todo cuanto recibimos son enseñanzas.
Yo no se hasta que punto no escribo estas líneas porque tuve una seño que enseñaba a dramatizar sobre el bien y el mal con los títeres, y a escribir porque había un periódico donde se podía contar del recreo, de la esquina, de la amistad y de la poesía. No lo se. En lo mas íntimo si lo se. Vengo de la señorita Azucena.
Cuando en el colegio secundario una profesora (Miam era su Apellido, Ana María Miam) preguntó si alguien sabía quien era Martín fierro y Don Segundo Sombra yo dije que sabía de qué se trataba. Esa profesora nos enseño a leer Argentina a través de Hernández y Güiraldes y sostenía que ya habría tiempo para Borges. No escriba poesía, me decía, lea poesía que después surgirá sola. Explicaba Juan Manuel de Rosas con “El Matadero” y decía que Grecia estaba en todas partes.
Cada uno de nosotros es un poco lo que recibe y, como dice Sartre, lo que hacemos con aquello que recibimos. La sociedad puede explicarse de ése modo y reformularse por tal caminito. Claro, es imposible en un día. A la señorita Azzucena le llevó un año que se nos metiese en la cabeza y quedase para siempre el bien y el mal de aquellos títeres de tres dedos y papel macché.
Cuando leo que se enojan (algunos) porque los maestros tienen ideas propias lo que me pregunto es cuando no las tuvieron. La cuestión correcta es que país ofertan las señoritas Azucena de hoy y en qué difieren de aquel que nos sugerían contándonos y predicando con el ejemplo.
No era joven la señorita Azucena, ese “seseo” de su lenguaje me acompaña y cuando lo escucho en las películas españolas me remito a sus clases. A su rodete, sus zapatos de mínimo tacón y un medallón cerrando un ancho pañuelo, casi como mantilla, que llevaba sobre el guardapolvo, siempre impecable.
No fue mi primera maestra, esa lo dije alguna vez, fue Ana Cohen, con un aire de gitana o andaluza, sus definiciones de vida, su cigarrillo en la sala de maestras, sus noviazgos, su soltería y su rebeldía. Tan castigada como la señorita Azucena. Tan diferentes. De Ana, como corresponde ni siquiera pude enamorarme, porque se juntaba con mi madre para charlar cosas del gremio y le quitaba fantasía, supongo ahora, al libre juego de la admiración.
Aquellas maestras llevaban su pelea en la vida como medallas interiores, como un fuego y en el aula lo que advierto es que tiraban vida, esperanzas, alertas, que sonreían pese a todo.
Mínima presunción: No están aquellos salones, aquella vida caminito de ida, las rebeldes del cigarrillo, los amores prohibidos, la lejanía de una patria republicana perdida no están. Presumo. Igual. Nosotros somos los que vinimos de sus enseñanzas en la década del ’50 en una Argentina ya desaparecida. Los adultos del 2025 son los que están hoy en las aulas. Hum. Ojalá escriban bien la palabra: azucena.
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