El “loco Solís” iba a la cancha y así estuviese llena a su alrededor había espacio. Tenía tics nerviosos, pateaba, insultaba y escupía irremediablemente a su alrededor. Al aire, para abajo, sin mirar a nadie. Era “el loco Solís” Nunca lo vi fuera de la cancha. No podía imaginarme el día a dia de un personaje así. De zapatos negros charolados, pantalones normales no eran, aquellos años del ’50 años de pantalones de jean. Ni “vaqueros”. Ropa, simplemente ropa de mas o mejor calidad. Los pantalones de tela gruesa ya existían, eran de “ropa de trabajo”. Yo tenía uno. Un color entre verde desabrido y gris azulino tipo pálido. Ropa de trabajo. El loco usaba pantalones a cuadros.
Con los años la enfermedad tomó nombre:” Síndrome de Tourette. El síndrome de Tourette es un trastorno neuropsiquiátrico heredado con inicio en la infancia, caracterizado por múltiples tics físicos (motores) y vocales (fónicos). ... El síndrome de Tourette se define como parte de un espectro de trastornos por tics, que incluye tics transitorios y crónicos”… La ciencia no explica el día por día y menos porque se tiran afuera los penales jugando de local.
Había una leyenda que una vez, una sola vez me parece que pude comprobarla, en un baile de egresados en el Salón que alquilaban los de la escuela francesa. El “Loco Solís” parece, solo parece, era el padre de una de las chicas egresadas y le pidieron que baile. Estoy hablando de los años allá, en la década del ’50. Alta, joven, llena de rulos.
Con los mismos zapatos charolados y esos pantalones anchos, cuadriculados, pero con tiradores debajo del saco que se quitó, y una camisa blanca impecable, ese personaje se puso a bailar y hacer lo que llamábamos” zapateo americano”. El “Loco Solís era bailarín. Era él, tengo la casi absoluta certeza. Menos despeinado, nada agrietado en los gestos, era él.
La leyenda es que “el Loco Solís” era así en la cancha, que era un fenomenal bailarín de “taps”, que tenía una academia y cantaba en inglés. Nada que sirviese para algo en la cancha. Nada.
Los insultos del personaje eran especiales, era la serie completa que empezaba con el físico de la madre de alguien, innominado y seguía por toda la parentela. Terminaba y otra vez. Nunca al árbitro, nunca al jugador contrario, ni siquiera a la tribuna visitante (eran años de tribuna visitante).
Los dos policías de allá abajo, sobre el alambrado, nunca le dijeron nada. Alguno que no lo conocía se quedaba mirándolo pero no tenía mucho sentido, porque él no miraba a nadie.
Tantos años en su cercanía ( en la oficial, de la mitad de la cancha para la izquierda, según la posición en la tribuna, cerca de “las 18”) si llegábamos temprano quedábamos arriba del loco, si llegábamos un poco mas tarde, porque el camión de los Seibel se demoraba, quedábamos debajo y era un problema.
Le pregunté a mi viejo y su respuesta no trajo la luz: “Está loco, no pasa nada, no hace nada”.
Con el “loco Solís” adquirí un conocimiento. Otra dimensión del insulto.
Ya estaba aquello de trazar una raya en el suelo y advertir que era mi madre y si alguien la pisaba… ya estaba aquello del primer empujón y el toqueteo en la cara y todo el repertorio de manoseos y manotazos, que no es lo mismo, claro está.
Este insulto en la cancha y a la nada, como descarga, desenchufe o vaya a saber qué (con los años se supo, era un síntoma nervioso convertido en enfermedad, a veces un tumor, nunca se sabe…) le daba a las palabras otra dimensión…
El insulto como descarga nerviosa y a la nada. A nadie. Un insulto que uno advierte que el tipo lo necesita y a uno no le jode. Que hasta le resulta divertido. Que quien escucha compadece al que insulta.
En el otro extremo el llanto. El llanto compulsivo y por nada aparente, por una película, un drama de una novela, una situación de otra gente que uno se entera y no puede contener el lagrimón. Sucede. Lo he visto. Sí señor, sucede.
El llanto, ése llanto es como un insulto para adentro, como un insulto al revés. La adversidad, el barco que no llegó. No se sabe bien.
Nunca supimos el final de “el loco Solís”. Dejamos de ir a la cancha en el camión de los Seibel. Dejamos de pararnos en el mismo lugar. Finalmente dejamos la cancha.
Una vez, hace poco, en una galería, me pareció ver a la hija de “el loco Solís”; al menos una mujer, ya bien mujer, tenía el mismo pelo ensortijado de aquella compañera y empujaba una silla de ruedas donde un hombre tenía pequeñas contorsiones. Nada de eso me importó, solo las piernas, moviéndose a compasadamente, como desprendidas del resto del cuerpo, acompañando la música de la galería de compras por donde la mujer con la silla circulaba despacio. En el final de las piernas unos zapatos brillosos, negros, como de charol.
Solemos mantenernos en la cobardía con los recuerdos que no entendemos. Me alejé. No me detuve. No lo quise mirar mas. Nunca entendí a “el loco Solís” y debo confesarlo: tuve miedo que el loco insultase porque si y del mismo modo, vanamente, se me escapase una lágrima, que es lo mismo que un insulto a la nada, pero para adentro. La tribuna aquella ya está demasiado lejos y nada la traerá de vuelta.
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