Me preguntaron hace poco si cuando niño, cuando chico mi mamá, la vieja, preparaba licuados. Cuando chico no había licuadora en mi casa. No se si había licuadoras en el mundo. Tampoco en el barrio. En mi casa estoy seguro: no. Una coctelera que mezclaba el huevo subiendo y bajando una manijita, que era el final de un largo vástago con aletas allá abajo del botellón que la contenía si, eso si. Los preparados de huevo, con leche después, con una gotita de Oporto, que hacía mi abuela en esa coctelera tienen, aún los huelo, ese regusto que ningún postre de la carta que sea logra empatar. Los sabores son recuerdos, me digo y me quedo en este punto de la reflexión. No hay censuras con los olores, entran todos pero el cerebro archiva de un modo en el que las cosas no solo son pituitaria y nariguetazo, no señor.
Después llegó al bar de la esquina la licuadora y con ella los licuados. Banana y leche, manzana y leche, el tuti fruti que le adosaba, a las dos frutas básicas, un poco de duraznos y alguna otra fruta de estación. El hielo se lo lo ponía rayado, pasando una especie de cepillo de carpintero (igual, igual, igualito) por las barras de hielo que, bajo el mostrador, se asentaban en la serpentina del barril, que estaba a un costado, con el tubo con gas y el manómetro y la conexión hasta la serpentina, donde la cerveza se enfriaba hasta llegar arriba, a los dos picos, con esas manivelas de media vuelta por donde se servían en lisos, jarras de medio litro (no le decíamos balones) y el cívico, el medio liso para los mas jovencitos. Después de cerrar la canilla el sobrante de espuma se quitaba con una cuchilla de madera. Era un arte “tirar “ la cerveza. Aprendí pronto y en los sábados ayudaba. Doña Lucía con los familiares y las picadas de maní, queso, aceitunas y jamón cortadito o mortadela, que servía para una porción mas abundante. Los lisos que los tire “acostita” (ese era yo) que ya sabía medir la presión del gas y hasta pedía ayuda para dar vuelta el hielo, que se metía entre los redondeles de la serpentina de plomo y proporcionaba menos frío. Cuatro barras de hielo, dos para la serpentina de arriba y dos para la de abajo. Cada media hora “clavar la espada” en un barril nuevo. Se tomaba mucha cerveza en los veranos en el bar de la esquina de mi casa. En el invierno también, pero solo viernes y sábado. Se vendía cerveza suelta, en jarras de litro y medio o dos litros, que venían a buscar de casas vecinas.
Allí, en ese hielo, aparecía el aserrín que proporcionaba ese cepillo que, al pasarlo por la superficie helada, proporcionaba las virutas para el licuado. Azúcar y agua. Me ganaba los licuados del fin de semana ayudando en el horario pico de los sábados. Después del vermut y antes de la película de las once o el baile.
En la semana mi vieja obligaba, todos los días, a comer una manzana. Conocí las verdes, las maduras, las deliciosas, las de cinco puntitas, las que no aguantaron la helada, las arenosas, las importadas, las de Río Negro. Todas. Soy parte de ese papel cuadradito, como una pequeña servilletita, de fino papel de seda azul con el que las envolvían para que se machucasen menos. Mi vieja las pelaba. Vaya a saber que tiene esa cáscara, cuantas manos la tocaron.
Hace años le contaba a un amigo, ya muerto, en mitad de una partida de cartas, mientras otro barajaba y repartía, que los primeros 14 años de mi vida tuve una dieta de manzanas. Sonrió. Con una nuez y una manzana por día me le animo al desierto. Eso dijo. David era un exagerado pero explicó las virtudes de la nuez y de la manzana y era mejor creerle porque, finalmente, qué mal había en esas presunciones a favor de la vida y la dieta sana. Tu madre era sabia, me dijo. Suficiente.
Mario, el hijo del sastre remendón, el de la otra cuadra, un personaje a mi costado por muchísimos años de nuestras vidas, en esa misma partida sostuvo la otra cuestión. No había licuadora en aquellas casas. Estábamos pasando de la heladera con cuarta barra de hielo a la eléctrica, que no debía abrirse tanto porque, me parece que es de hoy el consejo: si la abrís mucho trabaja mas el motor y eso es mas consumo y la electricidad es cara. El también tomaba licuados solo los fines de semana. Diferencia. El aceptaba el de manzanas. Para mi era una exageración.
Cuando hacíamos el recuento al final de la partida “Marito” deberíamos jugarle al número de la fruta, David intervino, ustedes hablaban de cuando eran chicos y tenían esperanzas, juguemos a la esperanza. La esperanza es el seis. Es el cero seis. Somos tres. El tres cero seis. El viejo de “marito”, además de sastre remendón, levantaba quiniela los sábados, un rebusque para ayudar en aquellos años, y recitó de memoria: 00 Lechuga 01 Escarola 02 Kiwi 03 Frutilla 04 Almendra 05 Nuez 06 Radicheta 07 Ajo 08 Naranja 09 Banana 10 Zapallo 11 Zapallito 12 Palta 13 Caqui 14 Ají 15 Calabaza 16 Manzana 17 Durazno 18 Espárrago 19 Berenjena 20 Mandarina 21 Frambuesa 22 Brócoli 23 Zanahoria 24 Pera 25 Ananá 26 Uva 27 Batata 28 Acelga 29 Garbanzos 30 Ciruela 31 Choclo 32 Verdeo 33 Melón 34 Sandía 35 Pelones 36 Espinaca 37 Higo 38 Quinoto 39 Hinojo 40 Apio...
Hubiese seguido, pero David lo paró. Eso es soñar con eso, con frutas y nosotros soñamos con la esperanza. Imposible discutir que lo nuestro no era un sueño, sino el final de una partida de cartas y la heladera y las manzanas de una infancia lejana. Solo para el archivo. Salió el 316.
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