Conocí dos personas llamadas Napoleón. Una el dibujante y humorista Napoleón Mongiello Ricci, un rosarigasino excepcional. El otro Napoleón Cabrera, calificadísimo crítico musical. Y está claro: Napoleón hubo uno solo y de allí deriva todo. El resto de los “napoleones”, que hasta fueron moneda, y también los entremeses para calificar la locura, derivan de aquel Napoleón Primero, alguien a quien la historia ha empezado a olvidar. En realidad nosotros olvidamos la historia que, cada tanto, nos pega un bofetón por eso, por no atender a la continuidad de la historia y su valor como antecedente.
“Napo”, tal el seudónimo del dibujante y humorista, fue uno de los primeros que cruzó el charco ( así se decía para hablar de El Atlántico) y publicó en Europa. Del nivel de Sempé y Mordillo, este último también cercano, el “Napo” fue parte de una riquísima historia que incluye a Gustavo Trigo y Gregorio Zeballos. De Gustavo hay muestras anuales con su nombre por su calidad de dibujante y de ilustrador erótico. Allá. En Europa. De ”Goyo” hay una continuidad que a veces no advertimos. Eso es injusto.
Es cierto que “el negro” Fontanarrosa trascendió capas de la sociedad que los otros no ocuparon y es por eso que lo suyo es diferente, pero la intrínseca calidad de los mencionados tiene continuidad en quienes, como “el gaucho” Beas o Freddy, que ilustra estas evocaciones, tienen como mirar hacia atrás y ver, admirar, compartir una historia que, en la región, ha dejado impronta, huella, continuidad. De ellos es la posta, el testimonio.
El uso del nombre, Napoleón, en aquellos años, era de fácil memoria porque no había tantos que se llamasen así y porque Napoleón Bonaparte fue importante en nuestra formación.
Es suya la excursión (Já, excursión) a Rusia que define un poco el espíritu francés. Es Napoleón el que, de un modo mediático, publicitario si se me permite, conquista Europa, la Europa que se resiste en las islas ( England no se rinde) y es su nombre el que define ciertas características de la personalidad. “Se creyó un Napoleón” es un clásico de las calificaciones peyorativas. El mismísimo dibujito de un varón con cara de loco, los ojos extraviados y un gorro con la letra “Ene”, define a una locura aún sin calificar, incalificable pero diagnosticada. El dibujito refiere a un loco. Advierto en este instante que es a un loco, no a una loca. Las cuestiones de género ponen amazonas en la mitología, pero no hay “napoleonas”, hay “Juanas de Arco”, que es otra cosa.
La enseñanza de la historia de un modo diferente en la instrucción sistémica, la escuela, ya sea la pública o la privada, tan distintas en este siglo de aquella que nos proveía de un andamiaje de informaciones inútiles pero necesarias ( y… si… no había diálogo ni comprensión sin las referencias a Europa y sus personajes) ha desaparecido y ya no es Napoleón, y sus locuras, el sinónimo de algo diferente, ni la mano delante y la otra por detrás, síntoma de úlcera alguna o manía que se pudiese ejemplificar.
Este siglo está matando a Napoleón. Lo lleva hacia la nada que es el olvido, ese limbo donde se quedan hasta que algo los rescata. No hay muerte definitiva de quienes han hecho cosas que aún hoy tienen relevancia en la continuidad que negamos, pero existe. Es a Napoleón a quien tenemos como disparador de los acontecimientos de 1810 y la “máscara de Fernando Séptimo”, pero aún esto parece caminar al mismo limbo mencionado.
Todos podemos vivir sin recordar u homenajear a Napoleón Bonaparte, pero estaría bueno que en alguno de estos años alguien, si es posible de las áreas “culturales”, recoja trabajos de “Napo”, de Gustavo y de “Goyo” y haga una verdadera muestra del dibujo que tuvo su origen en rosagasario y tiene reconocimiento mundial, sin caer en Waterloo ni refugiarse en la isla de Córcega. Ni poner las manos de ese modo. En cuanto a la locura a los tres mencionados les cabe la imagen. Fueron, son, serán un poco “napoleones”, pero eso no es un defecto. Es regocijo.
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