Google+ Raúl Acosta: Ese tabaco me persigue

martes, 14 de febrero de 2012

Ese tabaco me persigue

La abuela Josefa

Ya no le gustaba cocinar, seguro había cocinado demasiado. La abuela ”pepa” había criado hermanos menores, hijos y sobrinos. Había vivido en un pueblo especial, Coronda en el 1900. No le gustaba, ya no le gustaba, pero sabía cocinar todo. Por el primer aroma indicaba: “ le falta”, “le falta sal”, “esa carne se está pasando”, “ la estás apurando”. Una sopa o un guiso. Una costeleta o ése huevo batido que sólo ella hacía. La abuela hacía leche con azúcar quemada. Lo he intentado. Imposible. Otra leche, seguramente. Y una vida diferente.

La abuela crió, junto a mi madre, a una sobrina. Misma edad. Imposible explicar – hoy - el significado de hermano de leche. A veces ni el significado de hermano de sangre se entiende. En años donde la palabra hermano está siendo maltratada las especificaciones son zarandajas, fruslerías, pequeños recodos que pasamos de largo por la cementada carretera. Mi vieja tuvo una hermana de leche. Que son, en mi sangre, esos primos lejanos pero tan próximos. Ellos y yo tenemos madres de una misma teta, para decirlo con exactitud. ¿Qué son?

La abuela fumaba - Vaya y compre otro paquete de hojas- En el almacén de Don Balbino, en Coronda vendían, envueltas en un papel azul liláceo, cuatro hojas grandes de tabaco. Importado. Tabaco negro, paraguayo. Acaso correntino. En la ciudad de Santa Fe no se conseguían. Cuestiones de campo, como el pan de jabón, la acaroína. Ciudad y pueblo ya eran dos países. Con una pequeñísima navaja cortaba media hoja contra la nervadura. La humedecía a puro dedo y saliva. Ya ablandada la doblaba mientras aclaraba sin mirarme – esto es hinojo, no hay anís – Cada tanto, al doblarla, le dejaba caer en mitad del doblez las semillitas de hinojos. Tirarían mínimas chispas y el aroma especial, que no era anís, inundaría la habitación. Un humo azul nublaba la cocina amplia que se abría en comedor y sitio de los deberes del colegio, lugar de reuniones y de atardeceres, costurero para remendar las medias y reforzar un botón. Mi abuela se hamacaba en el sillón de mimbre. Fumaba en paz. Escuchaba la radio. Ése tabaco me persigue. Sus ojos clarísimos entrecerrados. La abuela no cantaba. Tarareaba. Nunca una canción. Esa música, esa música.

Las sentencias de la abuela también me persiguen. Y la palabra imposible. Creo que el humo azul, sus ojos claros de nieta de vascos franceses, su tranquilidad, sus sentencias son parte definitiva, escondida, del alma que niego. Que “imposiblemente” niego. Crecer es desprenderse. Negar. Saber es reconocer. Retornar. El padre de la abuela tenía la rueda del molino que daba, bobina mediante, la primera energía eléctrica que conocieron en tierra “corondina”. El agua no tiene ramas, solía decirnos. La creciente avisa y el gaucho no escucha. Estamos para perder de una vez. El pelo crece, las cicatrices no se van.

Fumaba tranquila la abuela. El cáncer también llegó tranquilo. Con ella aprendí la muerte y el dolor. Una inevitable, la otra insoportable. El progreso no es todo. Si no sabe escuche. Acuérdese m’hijo: la sopa nunca hará mal. Las trompadas duelen dos veces. No esté tan seguro, m´hijo, acuérdese que nadie mira en el fondo del río.

Acompañaba a la abuela a la Caja de Pensiones y Jubilaciones en Santa Fe. Pensionada del abuelo Emilio, que anduvo con las escuelas de Artes y Oficios enseñando en Cañada de Gómez, en Jobson (Vera) y se jubiló frente al río para que le estallara el corazón pescando. Sucedió. Demasiado pronto. La abuela entendía a su modo el progreso. Con el sulky también se llega, solía decir en las arenosas calles de Coronda. Queda cerca. Estamos a dos cuadras de la parada del tranvía, decía en Santa Fe. Vamos despacio. La plata está en una caja, no se vuela. Si un auto de aquellos, de la década del 50, frenaba antes de la esquina la abuela no lo miraba, pero murmuraba: las esquinas son traicioneras. Los autos pueden doblar, los árboles no se moverán. Creo que toda esa generación cuidaba la voz, no la levantaba porque si. Nunca la oí gritar a la abuela.

Con su carné de afiliada, en la leva del 1950 aceptó afiliarse al peronismo, la abuela tenía lo suyo. Lo miraba. Miraba su foto carné 4 por 4 , de pelo blanco y viejísimos anteojos con marco de carey marrón. Agitaba el cartón y murmuraba: dirigir es difícil. Mentir es fácil. Todo se sabe. Se sabe algo del que no sabe y se sabe mucho del que miente. No soy peronista, las cosas son así. Me hicieron peronista los demás. Y fumaba. Ese chico debe aprender a salir solo una vez y deben mirarlo a los ojos cuando vuelva. Aprender una vez para no equivocarse toda la vida. En la oscuridad se tropieza con los muebles, no con los fantasmas.

La abuela no conoció Internet. Con ella vi “La condesa descalza” en el cine Avenida, con la misma Ava Gardner de las anécdotas con Hemingway, Sinatra y Perón. Por las tardes me llevaba y se quedaba sentada, con la bolsa de los caramelos de miel, sosegada ante la pólvora y las trompadas de las viejas matinés con dos de cowboys y una de aventuras. No conoció la televisión. Se fue justito. Escuchaba tango y folklore. Y los discursos.

Que dice doña pepa, le decían los vecinos. Decir no digo nada, pero escuchar se escucha demasiado. Tenía un anillo de plata con una insignificante piedra verde y “los anillos de casados” en el monedero. No hace falta mostrarlos, eran para otra cosa, solía decir. Pero los lleva, abuela. Si, porque son míos. Una vieja cartera azul oscura, de cuero, solía acompañarla en los viajes. Vaya y saque el boleto ahora, que después hay poco tiempo. Primero se viaja con el pensamiento. Fumaba meciéndose. En la radio a válvulas la novela llegaba con crujidos, descargas, estática, vaya uno a saber qué. Solía entender a su modo. La chica no es mala, el muchacho la hace sufrir.

La abuela Josefa no conoció las fotocopiadoras, la leche en polvo, los teléfonos inalámbricos, tampoco los celulares. Vaya y hable a la casa de Sofía para que le digan a Herminia que mañana vamos. Con eso alcanzaba. El tiempo medido en el almanaque. El Usted era cotidiano. Como los jazmines en un pequeño botellón transparente, seguro sobrante de algún dulce. Heredé el trato a los demás. Sigo con el Usted a cuestas. Herencia.

Estaba el cáncer blanco y la tos. Los pulmones. El corazón, el reuma, la panza y algún retortijón. “La política” era sencilla. Hay que votar a Perón que nos dio tantas cosas. Déjeme con esos demócratas (y dejaba la frase colgada). Pobre: se murió esa mujer que hizo tanto. Los milicos son como la policía nunca están cuando hacen falta y siempre se quedan cuando llega la fuente de empanadas.

Entendí el contrafactismo con la abuela Josefa (un ejercicio tonto: imaginar cómo sería la realidad si las cosas hubiesen sido de otro modo) Cada vez que escuchaba la frase:” y, claro, si mi abuela no se hubiese muerto” pensaba en ella. En este mundo de carriles diferentes, de discursos malvineros, de tantos teléfonos. Para 40 millones de personas 60 millones de teléfonos. Inexplicable para la abuela. Ella respetaba Semana Santa. Carnaval. Cuaresma. San José, su santo. Fin de año. No me embrome con festejar a los muertos. Con Jesús tenemos suficiente. Y fumaba. Si. Nunca tosió. Murió en mi casa. No se si hubiese aprobado el mundo que vino. No lo se. No era el de ella. No. De ninguna manera.

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