Zona liberada
Con su uniforme símil selva el soldado avanza con el arma en la mano. Sólo el ruido de los pájaros y su roce con la hojarasca. Ve. Ve tranquilo Jhonny, la zona está liberada. El bisbiseo del aviso a su auricular, en la oreja, claro, viene del sargento. La película tiene ése momento de tensión, lo agranda una música con timbales en sordina. El aleteo de los pájaros, la cámara que se distrae siguiendo las hojas de los arbustos y luego los balazos. Esos si que retumban. Las imágenes llegan a su punto más violento y emocionante. Nos aturdirá el sonido de los parlantes contando, a 100 decibeles por tímpano, la balacera. Ni falta que hace el olor amargo e irritante de la pólvora. Nos gusta la violencia, nos revolvemos en la butaca. Los pochoclos son tan nocivos como el azufre refinado.
El auto llega silencioso a la esquina, la cámara toma el guardabarros. A lo lejos una musiquita de orquesta centroamericana. La cámara, con preciosismo, relata el pie de quien baja del auto. Pequeño sonido exagerado del zapato, negro, pisando la grava. La cámara sube despacio, se queda en el brazo lleva la pistola. Primerísmo primer plano del perfil del investigador que pertenece, lo sabemos, a una oficina de operaciones del gobierno, del único gobierno, el de Estados Unidos. A su oído llega la orden. Hey, Frank, bandidos a las 13, cuidado, creíamos que era zona liberada. Con cuidado Frank, con cuidado. Cambio. Frank avanza seguro, como los héroes contra los villanos, cinco bloques de 9 minutos. Un especial de una hora. La música sube, en el control del televisor debemos bajar ese audio. Primeros planos de las pistolas, el investigador que se tira al suelo, Plano inmenso de la cara del malo centroamericano, con bigotes y camiseta sudada. Cae. Muere. Todo bien, preguntan en la oreja del actor, mal actor. Si, jefe. Todo bien. Estos actores primero hacen el gesto, después la palabra. Han pasado 9 minutos, todo policial seriado que se precie debe mandar el corte. Tres minutos de descanso antes del interrogatorio, las bofetadas y el juego del policía bueno y el policía malo. El gong del fin de la publicidad refiere a Pavlov, pero somos cobayos, no lo sabemos. Lo oímos. Volvemos. El sofá tiene la forma de nuestro trasero.
El restaurante sobre la Avenida Costanera está lleno. Viernes a la noche, 23,30. La ciudad recibe más de 40.000 visitantes en un fin de semana soleado y previsible. Hay tres personas de vigilancia, todo debe cuidarse. Se inauguró a fin del siglo XX. Es uno de los más visitados, buena carne, mesas sobre el paseo de la costanera y un amplísimo salón. Playa de estacionamiento propia. En las mesas de fuera se puede fumar. La gente pasa y mira la tira de asado. No hay envidia, es toda gente bien. La clase media del viernes a la noche. Los perros vagabundos esperan. Ya comerán. El río es un actor fundamental. La ciudad, reconciliada con el padre verdadero, el río, festeja su bonhomía.
A 50 metros, en mitad del paseo, se detienen dos motos. Se detienen pero no se apagan los motores. Baja una pareja de muchachos, los acompañantes. Los conductores apoyan un pié sobre el piso. Uno prende un cigarrillo. La escalera, de madera, de sospechosa factura artesanal, antigua y descuidada, sirve para que bajen. Las madres miran con angustia a los chicos que prefieren esos 50 escalones, en dos tramos, para llegar al balcón sobre el río, donde está el restaurante escondido. Hay un ascensor viejo, de 300 kilos y trámite lento, en un costado de la construcción, la vieja construcción ferroviaria, de otro sistema de vida, de economía, de esperanza. Una escalera menor, lleva hasta mas abajo, hasta un amplio muelle. En ése muelle los pescadores arman sus mesas, su asador y su ritual de familiares esperando que se rinda el pez en el anchuroso río. En esa zona hay gatos y pescado fresco, agallas, cabezas y colas separadas a machete. Los gatos encontraron el paraíso en la ciudad. Los niños juegan. Los pescadores tienen un diálogo distinto con el río. Siete escalones hacia arriba los habitantes de la ciudad miran la luna espejada y tienen otra relación con el río. En muchos casos es, apenas, caranchear una boga despinada o atosigarse con frituras de pescado. Dos formas de vivir. Son otros los hijos. Distintos, a su vez, de los hijos de quienes, 50 escalones vetustos mas arriba, pueblan este viernes el restaurante sobre la avenida costanera, de licitación con discusiones públicas, de luces, de menú internacional que jerarquiza a la ciudad con la mejor escala humana. La propia. El lugar donde se vive siempre tiene escala humana, excepto para el señor Gulliver en la plaza cívica de Lilliput Center.
Los dos jóvenes bajan, con tranquilidad. Encañonan a una moza que no sabe porque, pero no se sorprende. Sacan una bolsa y comienzan a pedir teléfonos celulares y billeteras. Hay 35 personas en la parte libre, vista al río, al sauce y al río. Hay 50 personas bajo techo, con aire acondicionado. Una broma, aire acondicionado con vista al río. La ciudad es así. Unos tiran sus documentos al suelo, otros están nerviosos. Una señora llora. El hombre de la caja supone que no está pasando. Con cincuenta escalones desvencijados, con el ascensor carreta, con los pescadores abajo y los custodios, las luces, los numerosos habitantes del paseo allá, arriba, mirando el viernes volverse sábado y a la ciudad un buen cobijo esto no está pasando, no. Su seguridad está a la intemperie. Que dirá mañana. Entrega el dinero, no hay tanto, todavía no había terminado el primer turno, se empieza tarde, pasadas las 21. Han pasado 4 minutos. No más que eso. Imágenes. Gestos. Deberá decirlo después. A quien. No sabe. Esto no está sucediendo. No señor. Las motos aceleran. El de adelante arroja el cigarrillo y sale, sin extravagancias. El otro parece que ahoga su moto, pone un pie en el suelo. Si lo tomase una cámara frontal vería su rustro enojado. Casi un niño diría una abuela en el sofá. Casi nada. El hombre de la caja resuelve que ocultará sus sentimientos, sus insultos. Nada se gana. Ya está. La sacamos barata. Apenas dinero y un disgusto. Se promete darle franco el sábado a la moza que recibió el revólver en la sien. Je. No. Veremos. No sabe. Si. Tal vez si, pobre piba. El otro tenía una escopeta. Vinieron por el ascensor. No por la escalera. Por el río seguro que no.
Los gatos no advierten el nerviosismo cinco escalones hacia arriba. Otro metabolismo el de los felinos. Los custodios, 50 escalones mas hacia arriba, no vieron nada. Se insiste: otro metabolismo. La policía llegará y preguntará lo imposible: reconocieron a alguno de los asaltantes. Qué pregunta. No hay respuesta. Las luces del viernes en el paseo iluminan una fantasía. Excepto los gatos todos estamos en la misma escala. Mejor, con igual metabolismo. El hijo mas joven de aquella familia en la mesa del fondo pregunta qué es una zona liberada. El padre recoge los documentos del suelo. Hace tiempo que lleva el dinero en un sitio y las tarjetas de crédito en otro. Después te explico, contesta cerrando la conversación, la pregunta. Inoportuna. Sin escala.
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