Google+ Raúl Acosta: La puerta del cementerio

domingo, 8 de septiembre de 2013

La puerta del cementerio

El tipo mira sobre el hombro. Acaba de salir del cementerio. Hay un olor particular. La mañana es de sol. Respira hondo. Parece que el sol le apuntase de un modo cruel, personal. La crueldad suele ser personal, la indiferencia colectiva. Social. Entrecierra los ojos. Si anduviese con los ojos cerrados, igual el olor indicaría dónde está, de dónde viene y como ahora: no sabría adónde ir. Se estremece al pensar: ¿debería quedarse? Aleja la pregunta.

Es misterioso el futuro. Algunos se refugian en el pasado por miedo al mañana, al amanecer. No es su caso. No tiene miedo. Simplemente, no sabe dónde ir. Insiste el pensamiento fúnebre: ¿debería quedarse?

Quedan pocos de los suyos. El que se fue era uno. Recuerda las primeras reuniones, la casa con la galería larga y los compañeros en la pieza del fondo. En la galería, el olor a jazmines y glicinas. Cooperativismo era el tema. Los recuerdos están perfumados. Un perro. Su mano tirando el cigarrillo al patio regado. Cigarrillos Continental. Áspero tabaco. Mate amargo. Cooperativismo. Cotas, Cooperativa Obrera del Transporte Automotor Santafesino. La integración de cuotas, el crédito a soñar. Pelear por esas ideas. El cooperativismo es solidario, es más justo, es más humano, es más cristiano. Es más.

En esa pieza, el compañero que acaba de despedir le habló de la Secretaría de Trabajo y Previsión, de viajar a Buenos Aires. Peso sobre peso. Primero, colectivo a Rosario, tomar el que hacía la combinación y allí, desde Rosario Norte, el tren a Retiro. Las glicinas aquéllas se mezclan, en su evocación, con el aroma de los azahares y el fuerte olor del tabaco correntino, apenas teñido. Y los fósforos Ranchera, papel encerado y retorcido, arena pegoteada en la caja de cartón azul, para raspar esa cabecita de azufre trabajado. Otro olor que recuerda: el fósforo raspado y la mano, ahuecada, para frenar el viento.

El viaje es sencillo cuando se llevan esperanzas. Nada más liviano e inatajable que un hombre esperanzado. Si tuviese que contar las cosas diría que lo único que había en aquellos años de injusticia, era eso: esperanzas. Dinero, poco, trabajo escaso y mal pago. Esperanzas todas. Las propias, las de los hermanos, la compañera, los hijos cayendo o al caer. La vieja, la mínima casa compartida y la idea: crecer. Casa, heladera, cocina. Todo por adquirir. Una mesa grande, una comida de todos un domingo. Comida para todos un domingo (risa). La mesa con el pan fresco y el vino de botella. Empezaba a entender de cromados, chapas dobladas, enlozados. Escuelas Técnicas de Capacitación Laboral. Todo vuelve al mismo sitio. El amigo que se fue insistía: con estas escuelas los chicos tendrán otro destino. Viene el mundo de los técnicos, negro. Eso diría, si tuviese que contar las cosas. Nadie pregunta por el pasado a quienes vienen escondiéndose del ayer. Advierte, con pesadumbre, que hoy, al pasado, los que cuentan su historia prefieren imaginarlo solos, para contarlo de otro modo. No preguntan a la memoria popular. Tiene tantos recuerdos...

Los recuerdos se mezclan con la memoria y las intenciones. Recuerdo no es lo mismo que memoria y las intenciones cambian los recuerdos, engañan a la memoria. Cuánto tiempo fue el día de espera. Una vida. La ronquera es de la plaza, de los cigarrillos apenas teñidos para perfumarlos y la provocó la noche, el largo viaje, el griterío y la pregunta: ¿dónde estuvo, dónde estuvo...? Era noche cerrada y, además, fresca.

Tenía ganas de orinar y el amigo le dijo: “por acá nomás”. Se estrechó contra el tapial. Algunos, que viniendo de lejos llegaron antes, acomodaron sus pies descalzos en una fuente que pronto se tiñó de sudores y orines suburbanos.

En la puerta del cementerio se reprocha los recuerdos, la loca pelea con la memoria, la absurda batalla con las intenciones. Para qué. Por cuál razón hablar. Con qué precaución callar. Ahora, habrá que hacer un esfuerzo, negro, tenés que ayudar. De un lado están ellos, los oligarcas, del otro nosotros.

Sonrió. Sus hijos llegaron a la facultad porque alcanzó la plata para que empezasen a estudiar y después ya no supo cómo pararlos. Como a los recuerdos. Cuánto pasó. Cuánto. Cuánto socialista mirando de costado, confundido. Cuánto laborista subido a un partido nuevo. Cuánto marxista perdido para siempre. Cuánto liberal acorralado.

Inspiró hondo. Llegué hasta aquí para nada. El que se queda en el cementerio no sabe que lo acompañé. O sí. Quién sabe. Quién. La justicia social sin resolver. Las explicaciones siempre son después. Las explicaciones son el diario del lunes. Hay que estar en la cancha de Colón el domingo. Cuánto abrazo en los días de evocación. La proscripción. El avión negro. Los muchachitos equivocados. La violencia sólo engendra la violencia. Los milicos, “hijuna gran siete...”.

Un auto trae deudos de un muerto cualquiera, no del suyo, y lo mueve de la puerta del cementerio. ¿Cómo era que se llamaba el muerto? Se está poniendo viejo, antes recordaba ese nombre. Antes recordaba muchas cosas. Antes.

(Publicado en diario El Litoral, 8 de septiembre de 2013)

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