Hace poco días volvió un muchacho amigo de Europa, Era su primer viaje. Sonreía. Todavía sus ojos deslumbrados. Pregunté si había sentido algo parecido a lo que me ocurrió en mi primer viaje, al llegar a barajas, el aeropuerto de Madrid y advertir que había sido un tonto en demorar tanto el primer viaje. Sonrió asintiendo. Natural habitante de playas brasileras y la seguridad de descontrolarse sin qué dirán suele demorar el viaje de este amigo, que pertenece a los que tienen todo el Siglo XXI por delante, a un territorio tan lleno de pasado.
Del mismo modo el yerro de los que vuelven a buscar una casita de un bisabuelo en una lejana comarca y se ciegan ante la carretera y la gran ciudad; en estos casos el pasado abruma tanto que espanta el presente y anula el porvenir.
Son partes de un mismo vuelo. El que viaja está quitando sus pensamientos del sitio de los suspiros y los aromas, los disgustos y las esperanzas cotidianas. El viajero, mas allá del convencimiento de Alfredo Lepera (el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar) no está resuelto, es un proyecto, un boceto, un fantasma, un anhelo, un compás de espera.
Las conexiones de ese intervalo con la realidad suelen aparecer del modo mas raro, sorprendente. En aquella primera vez, sobre 1973 en mi caso, me encontré en Madrid acompañando a un dibujante y creativo madrileño, amigo de amigos, que me llevó hasta el “Puente de los Franceses”.
Mis primeros fogones partidarios y noches de canciones militantes tenían muchas de aquellas canciones de la Guerra Civil Española. “…puente de los franceses, puente de los franceses, mamita mía que bien te guardan, que bien te guardan… quieren pasar los moros, quieren pasar los moros, no pasa nadie, no pasa nadie… porque los milicianos, porque los milicianos mamita mía que bien te guardan…”
Para ellos fue un millón de muertos y solo la Segunda Guerra Mundial puede opacar tanta tragedia al mostrar otra mas grande, pero no mas trágica. Toda guerra es tragedia tal y como se insiste con la palabra. Feo final, secuencia inevitable. Tragedia.
Me contó mi amigo español que su madre, miliciana, hizo de enfermera en ese sitio, en la ladera de aquí del puente, una de las últimas barricadas para que el Ejército de Franco (con “los moros”, por sus regimientos afincados en África Española) no tomase Madrid.
No fue grato para él que yo intentase cantar las coplas de la República, donde está inscripta la que refiere al “puente de los franceses”. No era lo suyo un fogón en Argentina con hijos de viejos militantes, de algunos partisanos, de nostálgicos que de allá se habían venido hacia acá. Era su madre y un dolor que, como dice Marechal, se lleva en el costado (“La patria es un dolor que se lleva en el costado”)
Yo, que desde acá llevaba para allá un dolor referido, ni siquiera exactamente propio, era poco menos que un advenedizo, un intruso en el dolor ajeno.
Lloramos un poco en un sitio cercano donde se pidió una copa y me dijo que su vida (tenía mi edad) no era sencilla porque su madre seguía siendo Republicana, su padre no había muerto en ésa guerra pero si su corazón endeble que en la década del ’50, viendo que Franco no solo que no aflojaba sino que el mundo lo aceptaba, no resistió mas.
Un republicano huérfano, hijo de una militante sin vueltas, en mitad de una ciudad franquista no fue bueno, me dijo. Le creí.
Toda vez que, en los sitios de visita, en los tantos viajes, me cuentan historias menudas para mi, pero definitivas para quien allí estuvo, como sobrevivientes de una lava hirviente, de un terremoto, de una bomba o de una inundación siento lo mismo, que soy un pájaro que llega a mirar en mitad de una tormenta de otros.
El viajero no es un habitante de sitio alguno, es una nube pasajera. No tiene otro derecho que el de hospedaje transitorio en la memoria del sitio, de su gente, de su historia que, por cierto, deformará, porque eso es traducir, traicionar y eso es re producir, que significa producir de otro modo.
Queda un flaco consuelo: todos somos viajeros en algún sitio y de un modo similar. El mundo estaba cuando llegamos y aquí se quedará cuando dejemos de viajar por sus entrañas, sus cielos y su oscuridad.
Mientras mas pronto comprendamos la liviandad de nuestros días mas fácil haremos el viaje.
He vuelto varias veces al “puente de los Franceses”. Nada en él recuerda aquellos fogones donde aprendí la canción. En mi, por lo demás, queda poco de aquellos fogones de estudiantes. La comida delivery y el MP3 han convertido las reuniones de nostalgia y militancia en otra cosa.
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