Google+ Raúl Acosta: El destino de Cristina

lunes, 23 de julio de 2012

El destino de Cristina

Vida, amor y muerte.

Uno de los poetas que más hondamente me llegan, digo: un poeta que leo y releo encontrándole voces a las voces, intenciones a las palabras, cada vez más distintas, profundas, eternas, es Miguel Hernández.

Cada tanto vuelvo a su poesía. A su vida. A su desmesurado ejemplo de amor y militancia. Tres son las cuestiones sobre las que Miguel se escudriña y cuenta. La vida, la muerte y el amor.


Hombre de cielo abierto en Alicante, más animal que persona en sus comienzos, tiene sobre estos asuntos la mirada de quien ve lejos el horizonte, pero cerca su alma. Hernández fue un campesino deslumbrado por la palabra, por el poder de la palabra. Y el cuero refrendándola.

Solo quien sabe de la vida silvestre puede sugerir que la dentadura es un arma. Lo es.

Dice en un mínimo y esencial poema, en el que confiesa sus aflicciones, que hay tres heridas, la de la vida, la de la muerte, la del amor. A veces juega a cambiar el orden, pero es este: la vida, el amor, la muerte.

No hay en Hernández duda de géneros. La vida, la muerte, el amor. Dos femeninos, un masculino. En eso se resuelve. No lo cuenta para los demás. Es él quien se resume. Es el quien insiste. Vida y muerte. Amor.

Para quien fue preso y murió en la cárcel, castigado por pelear una vida mejor, algunas cosas son definitivas. No se puede jugar con Miguel Hernández. Tanta coherencia no admite sortilegios o fruslerías. Es sólido como el mediodía.

Cuando algunos políticos mencionan sus cárceles y cadenas, sus “sacrificios”, mis afectos pegan un respingo.

Es clara la relación de Hernández con la mujer. Amor y compañera. “Menos tu vientre todo inseguro, todo es postrero, polvo sin mundo”

Cada tanto vuelvo a Hernández. Debería conversar con alguien que sepa de estas neblinosas cuestiones. Porqué cada tanto. Porqué ahora. Debería hacerlo, para volver a los libros sin problemas por las preguntas sin respuesta.

Me miro el ropaje y algo aparece. La razón elemental es el bombardeo sobre esta mujer, Cristina Fernández de Kirchner. Me preocupa. Asombra tanto. Estoy incluido. No la voté, no la votaría. La considero un error. La opción del peronismo por Cristina era una con Kirchner en plenitud. Otra en su ausencia. Final ausencia. En vida de su marido ella era apenas el protocolo y la confidencia con su esposo, la simbiosis que ya no es posible. Allí está. De ella dependemos hasta el 10 de diciembre de 2015. A veces el ambiente aflige. La primera semana de julio de 2012 los datos sobre la señora presidente abundaban en presagios. El mas duro, acaso el mas cruel presagio, bastante desembozado, era sobre su equilibrio.

Es sabido, al menos estaba aceptado (ahora quien sabe) la distinta reacción de hombres y mujeres sobre la tragedia. Esto es griego y es judeo cristiano. De allí venimos mayoritariamente. La mujer puede llorar de un modo que se acepta. Puede llorar contándolo. La mujer puede quebrarse en llanto y volver al sujeto de la conversación. Nada se pierde ni se transforma. Es esa su manera del relato. Esa es su historia. La historia del femenino dolorido se entiende.

“Hoy estoy yo ni sé como, hoy estoy para penas solamente, hoy no tengo amistad, hoy solo tengo ansias de arrancarme de cuajo el corazón y ponerlo debajo de un zapato”. Lo escribió Hernández. Ella podría decirlo. Pero hay algo mejor: los demás podrían entenderlo.

Trasladarse hasta el otro es posible. Hernández defendía la República. Fue a la cárcel, estaba enfermo, moriría de tuberculosis y descuido. Descuido del franquismo, descuido asesino y descuido de las fuerzas populares del mundo, que no reclamaron tanto. Descuido.

No se vive la vida del otro, pero se puede entender. “Rosario, dinamitera, puedes ser varón y eres la nata de las mujeres, la espuma de las trincheras. Digna como una bandera de triunfos y resplandores…”

Entiendo. Hernández entiende la vida del otro. Se puede. Qué razón impide, entonces, entender a la señora. Que sinrazón obliga a los cronistas a ensañarse con algo que no es cierto. Eh.

“El mundo de los demás no es el nuestro, no es el mismo”. Eso dice Hernández. Y aclara: “Nadie me verá del todo, ni es nadie como lo miro. Somos algo mas que vemos, algo menos que inquirimos”.

No está loca la señora Presidente. No lo está. Avanzar sobre su equilibrio es avanzar a un mar nocturno y extraño. Para que. No hay buenas intenciones en quien dispara esas cuestiones, por lo demás sin asidero. No hay barco que soporte la noche y la ignorancia.
No lo hay. Lo considero peligroso. Falso y peligroso. Un verdadero desatino de quienes tienen más odio que alternativas.

Las diatribas soliviantan. Afligen al punto de refugiarme en la poesía.

Es posible entender la soledad y la lejanía. Soledad de amistades simples. No están. Lejanía de la realidad del almacén, el colectivo, el sueldo, el fiado y la plata que no alcanza. Hace más de 20 años que esta mujer no se baña de “polvaderal” en una calle de La Cañada cordobesa, en la ruta de la costa rumbo a San Javier, en barrio “el humito” en Paraná o detrás de la iglesia de Barrio Rucci, por Rosario.

Estar fuera de la realidad popular de Argentina es eso: Soledad y Lejanía. Acaso crea que Argentina es Tecnópolis. Acaso. Acaso sostenga que la realidad es el palco. Y debe ser eso, nomás, porque vive en los palcos. Alguien, sin perder la sonrisa, debería decirle que la vida está debajo, lejos, en la cuadra siguiente.

“Casa Cerrada. El hijo muerto no cierra las puertas. El marido ausente si. Ausentes del corazón. Ausentes de mi.” Este poema lo tachó Hernández, recién aparece en su poesía completa, investigada por la libertad y la democracia, años después de su muerte.

No creo que pueda leer a los historiadores del 2062 que deberán contar estos días. Pero allí dirán cosas que hoy no podemos imaginar. No deseo que alguno se aferre a las palabras de comentaristas domingueros que desde Buenos Aires insistieron, la primera semana de julio, en el frágil equilibrio de la señora. Puede llorar y reir, enojarse y volver al discurso. Ya lo dijo Ubaldini cuando lo acusaron de llorón, aclarando que era un sentimiento, no un pecado, que mentir era un pecado (se lo dijo a Raúl Alfonsín).

Releo a Hernández en mitad del susto que oferta la inflación y los datos del mundo donde no nos dejan estar. Entiendo la seguidilla de discursos para cubrir de palabras las tres cuestiones elementales que nos ocupan. Hernández armó su poesía afligido (“umbrío por la pena”) del inevitable destino que ya conocía en Orihuela. Desde octubre de 1910.

Para los que viven (vivimos) de la palabra, como la señora y sus negros exégetas, que la sueñan desequilibrada, es Miguel Hernández quien nos calla. “Boca que desenterraste el amanecer mas claro con tus labios. Tres palabras, tres fuegos has heredado: vida, muerte, amor. Ahí quedan escritos sobre tus labios”

Señora, no hay otra cosa.

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