Google+ Raúl Acosta: Caballos en la ciudad

viernes, 26 de julio de 2013

Caballos en la ciudad

En algún lugar debe estar el alma de los caballos que anduvieron por el centro de la ciudad. Rosario es una ciudad de llanura. Nacida sin fundadores a la vera de un río de llanura. El transporte de la llanura ha sido el caballo. El caballo y el carro. En algún lugar debe estar el alma de los caballos, los caballos que cruzaron las calles que ahora son peatonales y los sitios donde ya no pueden estar, si galopasen. Este es un desliz poético; los caballos de la ciudad no galopaban.
El más común el caballo del lechero. Parecido y diferente al del verdulero. Verdulero de carro de cuatro ruedas, negocio de cuatro puertas a la calle y las verduras ordenadas. Caballo que llevaba su recorrido como si fuese un programa de computación. Sólo mencionando a Global Posición Sistema, al GPS, se puede explicar a los caballos de aquellos carros.

Aquellos caballos son de otra ciudad. Esta, pero otra. Su vida hoy no tiene modo, es inexplicable. Caballos con sombreros de paja agujereados, caballos con sombrero. Verdulero, lechero, botellero. Carro de las changas, también de las changas.

Carro y caballo del botellero. El botellero es un destino de metáfora. Compro cobre, plomo, bronce, palo’escobas, fierros viejos. Botellero y la "o" prolongada. Botelleroooo. En ese carro mucho más que botellas. Una definición de la vida, de aquella vida con el caballo tirando un carro de cosas viejas, marchándose al ayer. Adonde si no es al ayer. Adonde. Caballos con nombre, con claveles tras las orejas, con seudónimos y en carros fileteados.

Las calles de la ciudad tenían otra velocidad. Las bocacalles, que aún dejan mirar 30 metros del otro lado, alcanzaban y sobraban a los accidentes. Se veía venir al otro. La bocina es una infracción y se usaba. “Vamos, que yo toqué bocina”… El carro se sofrenaba, levantando las riendas y parándose, el conductor, con las riendas hacia arriba. En la parte de atrás del carro colgaba, bamboleándose, un farol a querosén, que nunca se sabía si tenía o no tenía combustible. Y el látigo, el rebenque que no se usaba. “Si le pegas es que no te hace caso” .Dogma de la conducción. De cualquier conducción.

En aquella ciudad de los caballos estaban los lustrosos, negros, con correajes cuidados, los caballos de cochería. De Coches Fúnebres, negros y charolados. Y conductor de galera, de sombrero al menos. Parábamos el juego de pelota para ver pasar el entierro. La muerte se contaba en caballos, cuatro o seis, carrozas para las flores, coches para los deudos y autos acompañando al muerto hasta el cementerio Mientras mas carrozas y coronas mas importancia del muerto y a mas autos mas seres doloridos. A la última morada al trote de los caballos por la mejor calle desde la casa del velatorio hasta la tumba abierta. No todos se velaban en la cochería. Muchos muertos comenzaban su vida eterna en la propia casa. Los velatorios no se paraban a la noche. Las carrozas llegaban en hora.

En los parques estaba el cochero de plaza. El mateo. Los novios, los enamorados, las chicas por una aventura, los muchachos por una broma, una apuesta. De cuidada forma el Mateo, el cochero de plaza y su vehículo, eran de tardes soleadas. El fotógrafo de la máquina cajón, el algodón de azúcar, el globo y el Mateo. No hay plaza que se precie de ciudad que se imagine sin el decorado imprescindible. El placero, el cantero cuidado, regado, la estatua del prócer y el caballo ensuciando el sector de la parada. Extrañas formas de la ciudad. Se podía vivir siendo el cochero de la plaza para los paseos de los días de fiesta. De fiesta y soleados. Días de paseos de la mano, con la hermanita vigilando, dos pasos al costado.

El final de los caballos estuvo cerca desde que apareció el motor a explosión, pero eso es la historia de la humanidad. Mas mínima y apretada, mas íntima, la historia de los caballos de ciudades tiene dos restos insalubres y uno universal. Uno de los dos restos insalubres lo constituye el caballo de los cartoneros, el caballo de los restos de la sociedad que se consume a si misma y se manda al tacho de basura que revuelven los que llegan en bicicletas, en changos de supermercados, en pequeños carros de cuatro ruedas empujados a pulmón y estos los trajinados carros desarmándose hacia el mañana, mas mugrientos y estropeados que todo cuanto recolectan y enciman en lo alto del carro. Carro que tira un caballo petiso, flaco Rocín, desmemoriado. El otro resto insalubre los caballos enanos, con apero prestado, esperando la foto en alguna mínima plaza. Compiten con el burro, la llama, compiten por la mínima atención del simulacro de cabalgata. Compiten por el olvido y la nada.

Con una musiquita pegadiza en cualquier plaza de la ciudad que se quiera, de esta con seguridad, el último corcel ilusionado sube y baja, sube y baja. El caballo de calesita. Desteñido de un ojo igual cabalga en una ilusionada noria pegadiza. En una vuelta mas. En la sortija. En la sonrisa renovada. Cada vez que se vence la razón y el que dirán, el alma de todos vuela hasta el caballo de calesita, el que no anduvo las calles pero sirvió a todos para crecer. No hay alma desajustada si cabalga al compás del caballo verde y rojo, como dice Juan Gelman.

Ni Babieca ni Calígula, el caballo de la calesita conserva el último galope noble en las ciudades. No lo vence el smog ni la sociedad protectora de animales, lo vence la humedad, el óxido herrumbrando los engranajes y el permiso municipal. Es una perticular alegoría que el caballo que vence al urbanismo y la modernidad no cabalga las calles y los niños quieren montarlo. Otra vez la frase: por algo será.

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