Publicado en diario La Capital,
Nota, desde aquí en adelante cuando se lea la palabra peña, en el presente texto, referirá a sitios donde se reunían personas de diferentes sexos a cantar canciones folkloóricas regionales, argentinas, rioplatenses y sudamericanas.
Sobre la cortada que cierran Sarmiento, Mitre y Tucumán, frente a lo que era el Mercado, en la misma vereda que la “parrillita norte”, la de la añosa e inmensa glicina, la de Alberto y Jesús, “gallegos” irredentos, se encontraba La Tasca. Sin miedos por los desniveles, los baños por allá, el kit de incendios y los matafuegos se alzaba uno de los primeros refugios de juventud a los que asistíamos allá sobre 1958/59/60. Ha cambiado de nombre muchas veces. No importa.
La peña de “Pepe” Guía, sobre calle Salta, permitía un excelente guitarrero como dueño de casa. Una casa donde no se adormilaba ese fenomenal ejecutante que fue “el gordo” Battillana.
El Séptimo de Caballería. El chancho rengo. La casa de la abuela. La llegada y La viruta, acaso la mas sentida porque su dueño, Dante Licausi, con una moto de alta cilindrada, sobre una avenida no frenó, se distrajo o no sabemos que, pero se murió.
No ofertaban elecciones variadas. Empanadas y vino, acaso una gaseosa. No había explotado la cerveza como hábito juvenil y era una pelea constante que trajesen un café o un te. Manies y masitas saladas si. Ayudaban al consumo. Vino en damajuana, que creíamos mejor y mas sano y los pingüinos, antes que bromatología decidiese que eran insalubres porque, aseguraban, nadie ha podido lavar a fondo un pingüino de aquellos del ’70. Ganaba la batalla la jarra y la oferta de seis empanadas y lo dicho: la jarra que, obvio, llegaba bautizada.
Mesas comunitarias y la guitarra que pasaba de mano en mano. Una extraña razón eliminaba rápidamente chamamés, valseados, litoraleñas y hasta la zamba se resistía, pero caía vencida ante las chacareras. La mas africana de las canciones de estas colonias españolas triunfaba sobre los rosarigasinos, del mismo modo que hoy reinan “Los palmeras” y la cumbia santafesina, amenazados por el regaetón que impone yankilandia y que gana en muchos sitios donde se baila.
En las peñas rara vez se bailaba pero era necesario cantar. En un pequeño escenario sobre el rincón con menos circulación cuatro micrófonos para los conjuntos que, por el método del aprendizaje por el error, trataban de llenarse de aciertos y aplausos de clientes, favorecedores y amigos.
Muchachos estudiantes que no volvían a sus pagos por un boleto caro y una distancia larga, aprendices de guitarreros, chicos del barrio, chicos del centro, militantes nuevos y viejos, artesanos y poetas y la razón de todas las cuestiones. Mujeres jóvenes, bonitas, sonrientes llenando de ilusión el viernes y acaso, porque no, el mismísimo sábado, si el éxito acompañaba la oferta.
Un solo carné aseguraba pertenencia. Zamba de mi esperanza. Y la promesa. Yo sin tu canto no vivo mas. Que alguna vez fue cierto.
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