Ignoro las razones litúrgicas, esto es evocación de aquellos años, caminito de ida por este valle y es necesario puntualizarlo: esperábamos el sábado.
Recuerdo, con la vaguedad que la infancia le pone a las obligaciones de los adultos, el “sábado inglés” que era, ni mas ni menos, que trabajar por la mañana y tener la tarde libre.
El sábado por la mañana en el café de la esquina había vermú y picaditas de diferentes calidades, pero siempre algo salado y esos sifones que espumaban el vaso. No era cerveza, caña, ginebra, caso vino con soda, pero el sábado era de aperitivos. Aperitivos y planes.
El sábado no era sábado sin una organización diurna para la noche…” y me voy a comer y dormir una siestita así no estoy muerto esta noche… “. Muerto por cansado. Je. Con tantas cuestiones del Siglo XXI decir que uno duerme una siesta para no estar muerto a la noche parece otra cosa. Descansar para una noche larga. Eso era todo.
El sábado se repasaba la cama, el dormitorio, la vieja asoleaba las cobijas. Las mujeres de la casa andaban de pinturas, ruleros y tinturas. El sábado estaba llena la peluquería del “rengo Joaquín”, sobre la Avenida. Allí lei mi primera “Rico Tipo” y “El Gráfico” y “La Goles”. Allí preferí a Gatica antes que a Prada (contrariando a mi viejo porque “Prada tenía una vida ordenada en cambio ese…”). Pelusa y barba. La pelusa y la barba con una navaja afilada en la lonja de cuero, Los fomentos eran mas caros y había que avisar, en el barrio no era lo mismo que en el centro.
Estrenábamos cantantes de tango veinteañeros (Ledesma, Lezica y un ignoto Lavié, la orquesta de Héctor Varela) y esperábamos que la orquesta “característica” dejase los absurdos pasodobles y largase con “los lentos”.
Los sábados quedaba abierto solo el bar, no abrían, por la tarde, los almacenes ni la verdulería y solo las panaderías que tenían horno para lechones, pizzas, empanadas y pollos (asados) abrían el domingo. El bar no tenía todos los cigarrillos pero no cerraba. La farmacia de turno estaba en ésa Avenida donde algún sábado fuimos con la receta para el tío, que llegó descompuesto y el doctor tuvo la amabilidad y vino, en la mañana del sábado y aseguró: Estómago. Cuídese. Estas pastillas. Dieta rigurosa hasta el lunes, que lo veo en el consultorio. Un sábado diferente con enfermos.
A cierta hora de la tarde del sábado el bar quedaba solo con las moscas y la radio allá, en lo alto, reproduciendo tangos. El billar era nuestro muy poco tiempo, entre el fin de los que iban a comer y la siesta de codillo, truco, chin chon y generala. Carambola y casín.
Eran diferentes los sábados con sol, moscas y calor y la lluvia del otoño y el tímido sol del invierno que se quedaba en la Avenida y en la puerta del bar.
El baño estaba fuera, sobre el patio. Un único baño. En aquel café no había “baño de mujeres”… ni mujeres, excepto para alguna compra en el mostrador. Cerveza, cigarrillos, algunos familiares de jamón y queso (queso barra, jamón cocido, salame, mortadela, manteca a discreción, medio pan francés o un Felipe y / o mignon grande) y solo a la noche unos familiares de milanesa con ajies como agregado. En una campana huevos duros y queso roquefort. Era un bar de café, cigarrillos, timba y aprontes. En el bar nos aprontábamos para la noche. La noche del sábado. Cuando entraba una mujer el bar tenía dos silencios uno respetuoso, entró una mina, otro miedoso, andá a saber si metemos la pata con alguna palabrota. Esperá que compre y se vaya.
No había orquestas de fuera, porteñas, todos los sábados. Tampoco todos podíamos cada semana. Ando seco, tengo que esperar la quincena. Se me fue la mano en esta semana. Este sábado no viene “el chacho” se le casa una prima.
Estaba el que no podía salir por líos en la familia o el de la casa de altos, que está estudiando para un examen. No quiere ni ruidos. No había basurero los sábadois, eso lo sabíamos y solo alguien descuidado sacaba el tacho de basura que, sin dudas, sería pateado en la madrugada.
En la madrugada del sábado para el domingo, antes de volver a la casa sin hacer ruidos, comprábamos churrros y en el bar el sobrino de don Santos Salvador (así se llamaba) hacía el aguante y practicaba de mozo, cantinero, encargado y vigilante. Café doble, café grande cortado y que hiciese gorda la mirada y no se enojase por el paquete con los churros.
A veces, en la mesa cercana al billar, ya sin jugadores, dormía su última copa el vecino que se había quedado solo y no tenía apuro por volver. La radio no sonaba limpiamente, solo emisoras de otros lados tenían transmisión la noche entera y no eran tiempos de “tocadiscos”.
El domingo, sobre las 11, antes del encuentro familiar cada uno contaría sus hazañas del sábado. Todas fenomenales, todas ideales, todas inocentes. Mínimas discusiones en el club. Nadie preso, nadie muerto, nadie “demorado”. Algún tortazo a la salida. Poco mas. Ah…si. La hija de Don Alberto nos miró varias veces. Moción de anhelo. Tonterías, inocencias. Ojalá vuelvan esos sábados de zapatos lustrados y camisas almidonadas. En estos días parece que no hubiese sábados. No como aquellos.
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