Cuando niños hacíamos la broma, decíamos que era mas rápido si viajábamos en postes, nos pasaban raudos por la carretera. Ese efecto, que nuestros ojos no entendían, porque no están hechos para entender, sino para mandar mensajes al cerebro y que este sea quien procese, nos dejaba con el recuerdo de unas vacas o un campo sembrado que allá se iba perdiendo. Esto es: mínimos paisajes, fotografías que no alcanzábamos a guardar en la memoria y que pronto eran remplazadas por otras.
En los viajes los que saben piden que nos detengamos, que los viajeros se detengan para eso, para guardar detalles de un sitio que no es el propio, donde todo nuevo y algunas cosas nos recomiendan recordar y los recuerdos, parecen decirnos los entendidos, vienen de la observación, de la retención, de prestar atención a una cosa que aparenta diferente y que no sabemos que es única y para eso, se insiste, los entendidos, los guías turísticos, los que ya estuvieron.
Los que ya han estado en un lugar de viaje, de turismo, en un lugar donde nosotros recién llegamos nos quieren poner su fotografía en nuestra cabeza.
Una vez, lo recuerdo muy vívidamente, después de una lluviosa mañana fuimos, por insistencia del fotógrafo, hasta las ruinas de San Ignacio en Misiones,. Un sitio en esa tarde despoblado de turistas por la lluvia que recién había cesado y quitó programación a los colectivos… de turistas. El fotógrafo (Alvarado su apellido) en esa siesta misionera, húmeda y tranquila fotografiaba la nave de esa iglesia que ya no estaba porque algo era cierto, la luminosidad era diferente debido a la luz solar quebrando las últimas nubes, y la tierra roja y el verde y esos bloques de piedra… Sin embargo no miraba, por mi parte, ese aire, esa coloratura sino que miraba esos bloques de piedra bastante simétricos y que no eran de ésa región ni estaban en el sinuoso camino sino que habían venido. Empecé a viajar con esos bloques, con la cantidad de indios semidesnudos esclavos convencidos por la fe de alguien que suponían mas sabio, el jesuita de aquellas conquistas con la cruz. Esos bloques los trajeron esos indios de otro lugar. La fe que movía montañas se me apareció como lo que también era, una fe ciega, un miedo, un dominio, una esclavitud.
Guardar recuerdos en algún lugar es necesario, no hay recuerdos delante ni mentes en blanco por detrás. El fotógrafo había visto lo suyo, una extraña luminosidad y yo lo mío, un misterio de la fe y una jugada de la conquista: dejar la huella, exigir el sacrificio porque mover esos bloques no puede ser, no podría ser ni siquiera hoy una tarea sencilla.
Un viaje, también aprendí, no es el mismo ni siquiera para un hijo o una pareja, un viaje es un momento intransferible (como casi todos) en el que estamos suspendidos de la rutina y con la cabeza abierta a diferentes tonterías como el gorrito o el sandwuich de la ruta y misterios de la vida que parece que descubriésemos en ese momento.
Los postes de luz al costado de la ruta, a los que no prestamos atención son, por su parte, la electrificación que va de acá para allá y eso no nos importa. Como nada sabemos de la casa que allá, en el fondo de un caminito que solo advertimos por unos segundos, guarda una familia una luz que al llegar trae noticias, una heladera que funciona y una noche que no será totalmente oscura.
Un viaje nos deja fuera de peso y excedidos en ansiedades, desencantos y distracciones, los recuerdos que fija ése gorrito y que le llevamos a quien quedó anclado en el sitio de las obligaciones y la rutina.
Un viaje es dejar el ayer clavado en el almanaque y ver un lunes diferente, casi como un domingo. Tan fuera del piso estamos que no tenemos almanaque, acaso horarios del día por la rutina de hoteles y desayunos. A veces ni eso.
La primera vez que viajé fue a Coronda, el pueblo de mi abuela materna, la segunda a Barrancas, casa de mis abuelos paternos (tíos en realidad, los abuelos murieron pronto, antes 65 años eran la vejez; hoy la vejez se mide a los 90) pero esos no fueron viajes. El primer viaje fue a las sierras cordobesas. Desde entonces entiendo que no somos iguales los que viajamos en el mismo colectivo al mismo lugar. Un anhelo, una ficción trata de unirnos y debemos entender esa alegoría. Porque es eso, una manera sencilla de enseñarnos, este valle donde estamos, como son algunas cosas que no queremos ver.
Suspendidos del almanaque creemos que el viaje es esa alegría o el pequeño disgusto por la descompostura de la panza y la discusión por el asiento al pasillo o a la ventanilla de los rápidos postes, que nos pasan de largo. Suspendidos del almanaque creyendo que un jueves es lunes y un martes es domingo vivimos cada jornada de la excursión de un modo diferente y eso es, nada mas, todo lo que nos sucederá y mejor, recontra mejor si aceptamos que nada nos cambiará el destino. Mirar el paisaje, tener miradas diferentes de la misma piedra y la misma lluvia y advertir que mañana otros serán los turistas y para ellos también habrá bromas en el almanaque mientras viajen escapando a la única falla de la vida: la rutina.
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