Google+ Raúl Acosta: Pololo y el silbato.

miércoles, 26 de junio de 2013

Pololo y el silbato.

La ciudad está llena de historias que merecen ser contadas. Todo relato es una buena ilusión, una eficaz mentira para volver al ayer. Un saludo a un barquito de nostalgias que no regresarán, pero que lindo.


Pololo


Es raro hablar de un alternador; no era un alternador, era algo parecido. En la boîte (lea como se escribe, no hay otro modo: boîte) el Pololo salía a bailar de los primeros. Si alguna niña sonreía la invitaba a bailar, en la pista del centro de la boîte cada uno cerca del otro, pero sin abrazo. Era el pacto. El Pololo era grupí de baile. Eso. Como en los remates, donde el grupí sube la oferta al guiño del rematador, para sacarle mejor precio al objeto. Pololo bailaba. Buen bailarín. A su modo un ejemplar de aquello que Federico indicaba para los hijos y nietos de los Camborios: una vara de mimbre. Sin Federicos, conviene aclarar. Tremendos aquellos años del primer rock y el primer Sandro. Como decía el tango: “No se conocía cocó ni morfina”.

El boliche quedaba en Avenida Pellegrini y abría temprano.La Avenida no había sufrido el desmadre de los intendentes empecinados en la memoria popular por lo que hacían; bien o mal. La mayoría de las veces con discusión. Ancha y de doble mano, con las luces bamboleándose en las esquinas el viento ponía sonidos a las sombras de las primeras oscuridades del sábado.

Pololo era alegre y como decía: “Tengo todos los dientes y me gusta la alegría, eso alcanza”. La sonrisa pícara, el guiño era su marca. Después en mil oficios igual. Pololo era un optimista de la vagancia disimulada. Un día quiniela, otro arbolito, siempre Central. Mis hermanos laburan mucho, son exagerados, decía Pololo.

Pololo estaba seguro de su destino. Mi laburo es Central, como Cozenza, eh, Cozenza, eh? El petiso Cozenza era el que acomodaba los colectivos. Turismo, hago turismo decía Cozenza, soy especialista en turismo futbolero. Pololo recibía los pagos adelantados. Años de fútbol los domingos y el fixture inamovible. Pololo tenía una especia de cuaderno talonario. Anotaba el nombre y el pago. El que no paga no sube. Pensar en las barras bravas actuales, la droga, el reparto económico, las subcomisiones que entregan licitaciones de estacionamiento, choripanes y trapitos a porcentaje era una pesadilla de mal vino de damajuana que Cozenza, Pololo, nadie podía imaginar. El único ruego de Cozenza es que los colectivos llegasen a la cancha de visitante. Un trabajo agotador una vez cada 15 días. Nunca te voy a dejar a pié pibe, acordáte. Pololo asentía.

Le pregunté una vez a Pololo, qué cobraba por ser grupí del boliche aquel. Los tamangos. Los ‘tinbos’. Los moca. Color suela, hebilla al costado, gastaba uno por mes. ¿Nada más? Bueno, si alguna se insinuaba… ¿Si se insinuaba qué? Nada, que me casé. Con la primera que me atendió me casé. Manejaba la subcomisión de damas. Armamos un colectivo de mujeres canallas. Una vez. Siempre en Central, esa es mi vida. Siempre.


El silbato


Corrientes y Córdoba. Por esa esquina pasaba la ciudad de Rosario. El kiosco de diarios estaba del lado de allá, donde mandaba el papá de “Santiaguito”, el gran canillita de esa esquina. De este lado la Bolsa de Comercio y ese frío que conserva el alto embudo que va de Corrientes a Paraguay. En un libro de poesías Eduardo D’Anna dio vueltas el edificio para la ilustración de tapa. “Muy muy que digamos” se llamaba el libro. La poesía ya sabía de qué modo enfrentar al poder constituido, que nunca quiere al poema. Venían los años ‘60. Kennedy, Quadros, Frondizi.

Era morocho y alto, la piel lustrosa, también los correajes lustrados, las botas altas, la gorra. Dicen que se llamaba Leguizamón pero de verdad: ¿a quién le importa? Eso es biografía, no es memoria ni nostalgia ni nada. Cifras. Nombres.

El Policía de facción en la esquina daba paso para allá o para acá. Frenaba para que cruzaran las viejitas, explicaba dónde estaba La Favorita y el Correo Central de costadito, sin desatender los autos. El trole. Los peatones.

Parado en la mitad de la calle inflaba los cachetes igual que Louis Armstrong en la película “The Five Pennies” y el silbato daba paso a los autos. Se paraban para verlo.

Cada tanto el policía de facción se humanizaba, cruzaba hasta al bar de la esquina (aclaremos: siempre hubo un bar en la esquina, o cerca, o por ahí). En el bar iba al mingitorio. Ignoro su habilidad para hacer bailar las bolitas de naftalina. Para el tránsito era fenomenal.

Se paraban para verlo. Le sacaban fotos. Ademanes rigurosos. Algo entrado en carnes su abdomen era parte del uniforme.Años después, muchos años después empezó la tirria, el encono contra la policía. Acaso el encono estaba pero tenía otro volumen, otra intensidad. El mismo comisario en el pueblo, el mismo botón que “en el ancho de la noche puso el filo de la ronda como un broche…” y el mismo policía enojándose porque se jugaba a la pelota de vereda a vereda con el arco de jacarandá y pared.

Brazos en alto, brazos adelante, la señal de seguir, de stop. Preciosa computadora el cerebro.Sin disco rígido externo ni programas truchados.

Tiene una fisura el recuerdo. Sus hijos, que será de los hijos del policía de Corrientes y Córdoba ¿Habrán dicho alguna vez “mi papá manejaba el tránsito en la esquina de la ciudad”…? Qué será de esos muchachos. Qué será del silbato aquel. Y las correas y las botas. Qué será del país de la inocencia que se paraba a mirar a un cana dirigiendo el tránsito como una epopeya, una hazaña del mediodía del sábado.

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