Publicado en diario La Capital,
Cada quien recuerda las cosas como las imaginó, cuando cerrando los ojos reaparecen. La casa/palacio era la “Asistencia Pública”. En los meses de verano los estudiantes de medicina, vaya uno a saber por que razón, qué conexión o que desamparo administrativo, éramos invitados a trabajar de ayudantes.
Guardapolvo, señor que desea y el máximo: la vacuna antivariólica. En los meses de verano ( fin y comienzos del año) se desarrollaban las campañas de vacunación escolar. Ya había libreta con vacunas. Eran pocas. La vacuna contra la viruela (hoy un cuento de veteranos) dejaba la marca en el brazo. Pocas señoritas para el respingo, el corazón acelerado y los 20 pinchazos en el muslo, como aconsejaba el veterano médico que fumaba y tomaba mates en esas tardecitas de amplios pasillos ventilados, poca sombra y nada de ventilador. Solo uno, que apuntaba al doctor. No existía, al menos no existía en esos sitios, el aparato de “aire acondicionado”.
La aventura romántica era una tía, una hermana mayor, alguien que acompañase a los menores que temían esos pinchazos y, en el consuelo para calmar los miedos infantiles, la posibilidad de cambiar palabras. Pocas. Una mirada. Algo que nos despertase del letargo veraniego.
Sospecho que eran pactos estudiantiles fuera de la ley. Pocos pesos pagados en la mano. Algunos días, los viernes con seguridad, aparecía mas público, muchas mujeres, algunos hombres de camisas abiertas y brazos cansados. Tiempos de la BCG. Allí se entregaban dos libretas de sanidad. Las de los gastronómicos (mozos, las de los mozos) y las de las alternadoras. “Trabajan en las wiskerías”. Con esa sola explicación alcanzaba y algo fue posible aprender en aquellas siestas juveniles. Aprender prácticamente. El tremendo valor de la palabra contexto. Ambiente. El peso de lo que rodea a una persona, un acto, una idea. Ni los mozos estaban de chaquetilla ni las mujeres pintadas de fiesta. Costaba imaginarlas invitando con un wisky a los marineros (confesión: no conocíamos el wisky, tampoco las wiskerías) marineros visitantes de una ciudad que tenía puerto, barcos a granel, obreros de bolsa al hombro y otro destino.
Cada quien recuerda lo que puede, lo que pudo guardar y recuperar (Borges indica la mecánica del olvido: “de lo perdido, de lo perdido y lo recuperado…”) entrábamos por calle Rioja, entre Moreno y Balcarce. Había palmeras. Nos daban refrescos, nos dejaban fumar y nos creíamos Pasteur y la penicilina.
Una vez, con dos chiquilines y la necesidad de la vacuna, que aconsejábamos cerca del hombro mientras fregábamos eficientemente con el algodón y el alcohol, vinieron dos hermanas mayores, mellizas. Bellísimas. Sonrieron. Las dos a la vez. Aún lo recuerdo. Algunas fantasías son inolvidables.
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