Google+ Raúl Acosta: Abuelo #AntesQueMeOlvide

viernes, 7 de julio de 2017

Abuelo #AntesQueMeOlvide


Publicado en diario La Capital


¿En qué piensan los abuelos cuando, en silencio, miran hacia delante?

En Córdoba Peatonal hay un abuelo que toca el bandoneón, deja su sombrero en la cabeza y el estuche abierto. Toca a la gorra, pero parece que no le importase tanto la moneda como las miradas. Mira tan solo un instante a la gente que pasa y busca una sonrisa. Parecería que la moneda que necesita es un abrazo.

Sobre la plaza que lleva hacia la Catedral y el Monumento dos abuelas conversan sentadas en un banco y no se miran. Hablan contándose cosas que saben. En el piso las baldosas se destiñen y el césped se aleja del invierno; canteros sucios de tierra. Las plazas juntan historias y dejan abiertos, a la intemperie, los sentimientos. La gente cruza las plazas sin mirar el paisaje, solo cortando camino.

En las estaciones de colectivos esperan el viaje que será dentro de una, acaso dos horas. Los abuelos llegan temprano. 

Los nietos son un tiempo de la flecha (del tiempo) que muestra la hendija del mañana que ya no será.

Los abuelos tienen un modo de elegir sus prendas que no atiende tanto  a la moda como a la comodidad. Los abuelos prefieren la seguridad de un zapato viejo.

Aquellos, los abuelos de mi primera infancia, tenían una silla en el atardecer en la puerta de su casa y saludos. Una vez al mes viajaban al centro a cobrar la pensión. Traían algo de regalo. Las abuelas tejían. Los abuelos controlaban algo, la llegada de un mensajero, de una encomienda. Hasta la palabra está en desuso: “encomienda”. El paquete, prolijamente atado, que llegaba del pueblo y que, obvio, traía el comisionista. Mas palabras en desuso: “pueblo”, ”comisionista”.

Las abuelas tejían al crochet, hacían licor de huevos y sabían batir la mayonesa. Los abuelos enseñaban a jugar a “la casita robada”, la “escoba de quince” y lo máximo: el chinchón. El naipe, arrugado, mostraba las barajas cansadas que los mayores habían desechado y el abuelo guardaba en una caja.
  
No recuerdo que los abuelos me mirasen a los ojos. Observaban la ropa, el desaliño, la corbata fuera de lugar o los zapatos sin lustrar. Sólo cuando preguntaban por mis hermanos y una ausencia, una demora excesiva, miraban a los ojos. Lo hacían porque en la mirada estaba la respuesta. Los abuelos sabían leer en los ojos el mensaje, la mentira, la verdadera respuesta. Sabían un lenguaje que nosotros, aquellos jóvenes, ni siquiera imaginábamos.

La respiración, el cuerpo, un leve rictus de los labios, una mano acomodando el pelo, un carraspeo y los ojos. El lenguaje del alma estaba allí y los abuelos habían aprendido cada una de sus palabras, de sus secretos, de la verdadera esencia que tratábamos de esconder sin lograrlo.
  
Los abuelos no miran (demasiado) a los ojos a los demás porque ya saben, perfectamente, una respuesta que no quieren preguntar.

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