Tropezón y ventarrón pertenecen a la misma especie. Palabras que aún existen, que definen un hecho, pero que tienden a desaparecer. El uso da vida a ciertas cosas. El uso de las palabras les confiere inmunidad. Al menos permanencia.
Un ventarrón es un viento muy fuerte, una ventisca. Palabra que se dice y escribe en masculino únicamente. Es una ventisca. En este caso femenino el término. No es permanente. No sería ventarrón.
Tropezón, golpe involuntario dado con el pie contra un objeto o contra el suelo que provoca una pérdida momentánea del equilibrio. Masculino.
Mas allá de su acentuación similar, como el número parecido de letras y de sílabas, un ventarrón no es una tormenta y ya se sabe: un tropezón no es caída.
Las dos palabras están perdiendo su existencia por el abandono que se ha hecho de las mismas. Ya poco usamos a “ventarrón” para el parte meteorológico.
Otro uso de ventarrón es el remoquete, sobrenombre con que se identificaba a quien llegaba hecho una tromba, que parecía que se llevaba puesto el mundo y luego se apaciguaba. Era un ventarrón. Todos tenemos entre la gente conocida un ventarrón, un atolondrado, una persona que se entusiasma y estalla pero allí se queda. Existen, solo que no le decimos ventarrón. La palabra se ha perdido, el personaje no.
“Cabaret, Tropezón, era la eterna rutina, pucherito de gallina, con viejo vino Carlón…” En la descripción de una noche de festejos y vagancia en Buenos Aires la referencia era clara al programa, que después del sitio nocturno indicaba el paso por un restaurante llamado así:”El Tropezón. También el menú de madrugada. En sus últimos estertores lo conocí. Era raro verlo vacío sobre las 12 de la noche, cuando se iban los últimos comensales y volver a llenarse después de la una de la madrugada. Raro y final. Ya no hay sitios así.
El otro tropezón, el de la definición clásica, nos ha tenido como protagonistas. Una vereda. Una baldosa. Una acción equivocada. Un gesto fuera de lugar. En las caminatas, las transacciones y el amor solemos dar tropezones. Pertenecemos a una especie que repite conducta. Que le pasa eso: tropieza con la misma piedra. En el amor, en las definiciones políticas, tan llenas de afectos.
El tropezón define que no somos perfectos en la marcha. Y que no estamos definitivamente en el suelo. Que simplemente tropezamos. Que el mandato es levantarse y que todos entienden que no estamos caídos, definitivamente en el suelo.
A veces preguntan por nuestras acciones como pueblo, como masa, como conjunto. Aparecen siempre los que miran desde lo alto, desde cajitas de cristal indicando en donde y como nos equivocamos. Como fue que tropezamos. Solemos verlos como invitados en programas donde explican, en artículos que publican, ensayando una mirada desde fuera. Como si nosotros fuésemos parte de una película que ellos miran desde fuera.
Para un país que construimos entre todos y donde cada uno de nosotros vale un voto, aún estos explicadores de nuestros tropezones, parece raro y poco honesto que nos expliquen algo de lo que fueron, de lo que son parte. Parece raro y poco honesto que nos expliquen porque razones, argumentos, circunstancias fue que tropezamos siendo que tropezaron con nosotros y si, por el contrario, no tropezaron, si sabían que estaba allí la piedra avisar antes hubiese sido necesario porque hay algo seguro. Si nos ponen un cartel que avisa, vereda en mal estado, ojo, guijarros sueltos, piedras grandes en su camino, no se distraiga, piense bien lo que hace, entonces tropezar sería mas difícil. Para decir mejor. No sería un tropezón, sería caer a sabiendas. Eso es otra cosa. Pero ya está dicho. Es una palabra con poco uso, que tiende a desaparecer. Las caídas no. Las recaídas tampoco. Los que ahora explican las caídas tampoco desaparecen, por el contrario, cobran muy bien por decirnos que estamos muy mal, que tropezamos y tropezamos.
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